• martes, 19 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Viento de Cuaresma

Por Eduardo Laporte

Sin ánimo de caer en la nostalgia carca, aprecio una indiferencia creciente por lo que podríamos llamar ‘los saberes viejos’, víctimas ya de otro viento, el del olvido

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Un momento del concierto de Ruper Ordorika.

Viernes noche, sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes, concierto de Ruper Ordorika. A Ruper Ordorika lo vi en Durango hace trece años, pero siempre me había sonado de nombre, ese nombre tan antitético, y sus gafas de pasta, en el escaparate de la extinta, como tantas otras, Frudisk Diskak, de la calle San Miguel, junto a Torrens.

Los músicos, los autores, llegan primero en forma de leves avisos, minúsculas notas mentales que registramos hasta que un día se produce el encuentro. Nacido en Oñate en 1956, Ordorika es un tío elegante que graba discos, como este ‘Haizea Garizumakoa’ (Viento de Cuaresma), en Nueva York. Tiene una actitud de vasquista moderado, que me recuerda a la de Bernardo Atxaga, siendo eso un poco culo entre dos sillas, porque aunque llena salas pequeñas hay quien dirá lo de miel en boca de asno. Hay vídeos suyos en YouTube, como el del buenísimo directo ‘Gaur’, que sólo tienen un like: el mío.

Ruper me gusta porque está por encima del éxito. A propósito del citado disco, dice que defiende el no insistir demasiado, el dejar las cosas fluir. Hay sabiduría en ello, oye. Como también en esa canción, que tocó el viernes, en una sala llena para un delicado y goloso concierto, ‘Viento de Cuaresma’. Aprendió aquello en Las Antillas, en las tardes de finales de febrero, al sentir ese viento cálido que los autóctonos llamaban viento de cuaresma. «Pero lo hacían sin el eco religioso, ese que vamos perdiendo aquí y allá. En mi tierra y aquí en Madrid, donde yo pensaba que era un concepto más arraigado», comentó Ruper al público madrileño.

Un día hablaremos de la Cuaresma, de cómo el calendario cristiano ofrece una referencia, un asidero, a ese armatoste nebuloso que es el tiempo, el año. De un tiempo a esta parte vivo, tengo en cuenta, la Cuaresma. Siento también ese viento del que hablan Ruper y los antillanos, esa corriente templada que llega como del Mediterráneo y no de un hipotético Moncayo, y que trae el presagio de las noches largas y las mangas cortas.

Cuarenta días para bajar el pistón, para vivir más hacia dentro, para comer menos, para guarrear menos; ojalá se viviera este tiempo de un modo colectivo, porque esa comunión de muchos, como sucede en Navidad, es lo que dota al tiempo de una fuerza mayor, especial. Complicado esto en un mundo en que todos vamos a nuestra bola, buscando con especial apremio el camino divergente y cualquier renuncia se ve como una amenaza a nuestra libertad de hámster.

Se lamentaba Ordorika, al que no imagino en el rol de meapilas, de ese olvido. Lo que podríamos llamar la indiferencia de los saberes viejos que nos remiten no a catecismos estrictos sino al eco de las cosas. El reverso de lo mágico, de lo sagrado, cada vez más cerca ahora del contenedor amarillo o sustituido por surimis del alma, que sí, necesarios y tal, como el Día Contra la Caza de Focas, la Semana del Patinaje sobre Cuatro Ruedas y la Noche de la Tapicería.

Se arrinconan los días de precepto, concepto que aprendí ayer, domingo. Hoy, martes, lo es. San José. Hay pocos al año, el siguiente será el 25 de junio, Santiago. Habrá a quien le suene rancio todo esto y que prefiera celebrar el Día del Origami Reciclado. No saben que el Día del Pellet Noruego no es excluyente con otros vientos, otros ecos, que no caducarán del todo porque están elaborados de un material imperecedero.

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