• miércoles, 24 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Navarra en una boda

Por Eduardo Laporte

Este tipo de eventos concentran la esencia de una sociedad y sirven para regar ese delicado jardín afectivo al que pertenecemos.

Imagen de una novia llegando a la iglesia donde se celebra su boda ARCHIVO
Imagen de una novia llegando a la iglesia donde se celebra su boda ARCHIVO

Una mascarilla con la imagen de San Fermín fue lo primero que me recordó que la boda del pasado sábado, en Madrid, tenía sabor navarro. La llevaba X, de familia de tradición taurina, que luego nos comentaría que si no hay toros en San Fermín, este año, es porque no sale rentable. «¿Y una novillada?». «Uff, las novilladas son deficitarias». Los toros, como el fútbol. Negoci

El novio, de Pamplona; ella madrileña. Invitados, fifty-fifty. En mi condición de exiliado foral, desde agosto sin pisar aquellas caras tierras, la ocasión tenía algo de reencuentro con viejos conocidos. Para eso se inventaron, quizá, las bodas, para ofrecer un continuum social a través de la vida con una gente con la que a lo mejor no cruzas palabra pero que no deja de ser, de algún modo, tu gente. 

Esos personajes de los que tienes localizado el árbol genealógico, pero de los que te pierdes en las ramas. Ese mentón como de Echandi, pero esos ojos quizá sean Archanco, aunque la nariz parezca Frauca. No sabes si lo conoces del Tenis, de la Ulzama o del bar el Norte, en la calle San Gregorio, que se citó en la boda como refugio de los últimos de Filipinas de la noche irroñesa

En las bodas navarras no hay elementos navarros. No se bailan aurreskus ni jotas; quizá te sirvan pacharán en vez de licor de hierbas, pero el elemento patriótico-foral, lo nuestcho, queda relegado en favor de una suerte de estética estandarizada que no chirría. Aunque no estaría de más, sin caer en chovinismos pelmas, incluir algún elemento hiperlocal, sin que eso pueda derivar en discusiones entre carlistas y liberales, montañeses, riberos, el ager y el saltus. ¿Una pieza de Sarasate interpretada por el mismísimo Ara Malikian, contratado para la ocasión por aquello de crear un momento único e irrepetible? Ojo.

En muchas bodas navarras se bebe Rioja. Lo cual define, en parte, el ser navarro. Y si me apuras, el riojano. Precisamente antes de la ceremonia religiosa, me tomé una Alhambra bien fresquita —cometiendo algún tipo de pecado venial— en un restaurante llamado Mentica (un poco de publicidad gratuita) lleno de productos navarros (marca El Navarrico). «Somos de Calahorra, cerquita de Navarra», me aclaró el metre de origen peruano, como muchos de los espárragos supuestamente navarros. El mundo global. A su lado, pegadico total, La Manduca de Azagra, más publi gratuita, uno de los centros de gastronomía navarra de la capital, con su diseño mangadiano y sus alcachofas de la tía Mari. La calle Sagasta como un Fitur de las regiones.  

Las bodas navarras, ya digo, prescinden de todo elemento navarro para, poco a poco, dejar que aflore lo realmente navarro. Ese segundo nivel narrativo, el de lo invisible, que maestros literarios como Chéjov, Hemingway o Carver saben manejar. En cuanto haces demasiado evidente algo, lo matas. Es algo que no ha aprendido el nacionalismo montaraz, sea vasco o catalán, y por eso lo navarro es más sutil y elegante. Como la literatura comercial o la otra. «Me gusta lo que escribes», me dijo precisamente un invitado, dando a entender que lo mío no era comercial, facilón, «lectura de piscina», que dicen ahora. Citó luego a Proust, nada menos. Vive la Navarre.  

Poco a poco, en estas bodas va surgiendo El Encuentro, que diría don Vecino Senior. Es la ocasión también de situar a esos personajes de la vida que tenías un tanto en el aire y con los que resulta que había muchos más lazos. Como aquel coetáneo de mi madre, con la que me contó que jugaba en un paseo de Sarasate aún «de tierra» que albergaba una sucursal de John Deer, con tractores listos para usar/arar. Era en el lado la antigua Audiencia, me aclaró, en la que entiendo aún se erigía aquella Casa Alzugaray cuyo derribo se incluyó con honores en el catálogo de atrocidades urbanísticas cometidas en Pamplona, inauguradas con la destrucción salvajoide del trazado original de las murallas, a fines del XIX.  

Aquel hombre me soltaría también una lista de apellidos de las familias que vivíamos en Sarasate. Quizá ese sea mi lugar, mi verdadera tribu, geografía sentimental y alojada en la memoria afectiva, con el tono de la «luz amarilla» —en palabras de otro sarasatiano como Ángel María Pascual— que pintaba las paredes al atardecer. 

Mucho más que esos grupotes de amigos del colegio que te encuentras en no pocas bodas navarras. Pandillas exageradas en las que a todos parece irle de coña en sus trabajos de ingeniería, telecos o funcionariados de alto copete. «Pues yo no conservo a ningún amigo de San Cernin», le espeté a un simpático invitado que quizá quedó chafado con mi cenizo comentario.

La pertenencia a un mundo se mide en varios grados e intensidad. Exige, también, diversos compromisos, peñas, pandillas, escaleras y cofradías del espárrago, para mantenerlo vivo. A mí me basta una boda navarra de vez en cuando, un banquete sin jotas ni zortzikos, para sentirme parte de una comunidad cuyos límites no entienden de fronteras ni estatutos de autonomía. Vivan los novios. 

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