• sábado, 27 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Pedro Sánchez y el horror

Por Javier Ancín

Dice Sánchez que le creas, que está vez sí, bracea como un miserable, miente sobre la mentira que ya dijo, con ausencia total de decoro, sin dudar en agarrase a todo lo que le rodea para flotar un segundo más, antes de que ese al que agarre se desfonde y se ahogue.

Es hipnótico dejarse ir, apartarse del camino, sentarse en la cuneta, que el tiempo avance y tú quedarte quieto, a verlas morir, mientras todo se aleja. Caerte al agua y ni bracear, mientras ves cómo el barco se pierde en el horizonte, mecido tú por su estela efervescente, hasta que vuelve la calma al mar y el barco solo es un punto lejano, que ya no puedes ni asociarlo a barco, solo a punto... final.

Que todo se desplace y no mover ni los párpados, quedarse estático en la mesa junto a la ventana de Bartleby. Preferiría no hacerlo, como única respuesta a cada intento para que dejes de mirar como esa mujer sentada en la cama mira a lo lejos, desde otra ventana, en el conocido cuadro de Hopper. Preferiría no hacerlo y no hacerlo. Encogerse de hombros y dejar que todo pase, lo bueno, lo malo, lo indiferente.

Es liberador rendirse. Quedarse solo en la hamaca de Muerte en Venecia mientras el balneario va cerrando, el cólera avanza por la ciudad y miras a Tadzio alejarse sin tan siquiera haberte acercado a él nunca. Sublime: lograr rendirse sin todo el camino penoso que hay que recorrer antes de la elegancia de claudicar.

Tomas Mann publicó esa novela corta un mes después del hundimiento del Titanic, con su orquesta tocando en cubierta hasta que se fue a pique toda la música, en silencio, más que resignados, flematicos.

En cambio, observar lo contrario es perturbador por antiestético. Es completamente repugnante ver cómo alguien pierde las formas, vomita sobre los códigos, se cree un dios, como el coronel Kurtz en Apocalipsis Now. Cualquier intento para remontar el río y acercarte a él solo te llevará a la misma locura.

Quizás sea hora de dejarle en su jungla pudriéndose en el horror, su horror, que le ha ido subiendo por el cuerpo hasta consumirlo entero. Sánchez ya no sabe ni para qué está ahí, salvo para seguir un día más, una noche más, una tarde, un rato, una hora, un puñado de segundos.

Sobrevivir para seguir sobreviviendo, a costa de mandarnos a todos los que le rodeamos al infierno, sacrificándonos uno a uno en su altar demencial. El poder de Sánchez es completamente inútil para el ciudadano. No sabe, ni puede, ni quiere hacer nada con él.

Sánchez persigue el poder como una suerte de fuente de la vida eterna, necesito el poder para estar vivo, para sobrevivir. La novela que escribió aquella que también fue ya sacrificada hace tiempo, Irene Lozano, sobre Sánchez, y que Sánchez quiso colar como escrita por él mismo, va de eso. Intentar justificar la supervivencia como una virtud en sí misma para elevar al personaje.

Sin conseguirlo, claro. ¿Cómo va a tener algún tipo de grandeza intentar que los demás te consideren un grande? Sánchez está obsesionado por transmitir para la historia una majestad que le es completamente ajena. En Sánchez todo es mezquino, empezando por ese intento por persuadirnos a toda costa de lo contrario. Por eso detesta al rey, porque el rey no hace nada para convencer a nadie de su majestad. Y por eso quiere derrocarlo y ocupar su lugar, porque el rey lo logra y él no puede.

Dice Sánchez que le creas, que está vez sí, bracea como un miserable, miente sobre la mentira que ya dijo, con ausencia total de decoro, sin dudar en agarrase a todo lo que le rodea para flotar un segundo más, antes de que ese al que agarre se desfonde y se ahogue. Y buscará a otro que volverá a matarlo por asfixia. El afán que muestra Sánchez por su propia supervivencia no puede ser más miserable, el acto más ruin que una persona puede ejecutar. Y eso es todo.


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