• viernes, 26 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

De Madrid a Pamplona con Viva Suecia

Por Javier Ancín

Cada uno tendrá su método para saber si un disco es bueno o no. El mío es tan sencillo como bajarme al coche, meter el cedé, subir el volumen a tope, tensar primero el aire del interior para después, abrir las ventanillas y esperar la reacción de los peatones en los pasos de cebra con el oxígeno inflamado que sale de dentro.

Viva Suecia
Disco de Viva Suecia.

Hale, a evangelizar oídos, ojos, poros, sentimientos, lo que sea. A meterse en cuerpos como espíritus felices que no podrán ser ni de coña exorcizados. Pues bien, con el último disco de Viva Suecia, "Otros principios fundamentales", me ha pasado una cosa que solo con los mejores me sucede.

Se me ha acercado a la ventanilla para preguntarme por el nombre del grupo un treinteañero que me miraba como si estuviera escuchando el sonido que produce el cielo cuando se rasga, se cuartea, se llena de metralla que en vez de caer, asciende aún más alto para que veas de qué está hecha la música perfecta, eléctrica, contundente, capaz incluso de desquiciar la ley de la gravedad.

Asciende, asciende más y de nuevo reventar... que reviente todo encima de nosotros, como en su primera canción, “Piedad”, y que se salve quien se salve. Reventar y que se arrodille y que como un penitente por no conocer el nombre del grupo vaya a comprarlo a gatas.

Estuve tentado de montar al chaval en el coche y llevármelo a la tienda de discos más cercana pero tenía prisa y me limité a decirle que se llaman Viva Suecia y que el 28 de abril tocan a un paso de aquí, en el club Ocho y Medio, y que como no le viera en primera fila le correría a gorrazos de la glorieta de Bilbao a Alonso Martínez. Pero en Madrid nadie es tan malo, yo tampoco, como para ponerlo a suplicar, así que le choqué la mano y nos citamos en la puerta para el concierto.

El tipo se fue feliz y yo me encendí un cigarro, me bajé las gafas de sol para enfilar revolucionado la calle Luchana, hacía Sagasta, y buscar las avenidas largas en cuanto se pusiera verde. Quiero bailar esa primera canción como si fuera un vals porque nos han querido tanto, en homenaje.

El disco es la hostia. Aceleré y me perdí dejando a mi paso una estela sueca de humo americano, sigo dándole al Lucky Strike, con una sonrisa satisfecha cada vez que rompía la barrera del sonido entre semáforo y semáforo. Si un disco funciona en un coche ya tienes compañía para cientos de kilómetros, así que decidí poner morro hacia Pamplona para disfrutarlo entero tantas veces como diera tiempo. Ida y vuelta. Tabaco y tralla.

Como no tenía la esperanza, por la hora que era de que no hubiera jaleo en el nudo norte, tiré hacia la carretera de Barcelona. Segunda canción, “El nudo y la esperanza”. La garganta la llevo como un estrecho nudo-paso de Las Termópilas, haciendo balance sin haber aún aprendido a convivir con mis demonios y para hacer más ruido, bajo dos marchas y acelero hasta el corte de la inyección del motor antes de cambiar de marcha. Se han ido todos y solo quedo yo por prosperar. Allá voy. Calma. Solo espero que el mal menor del que habla la tercera canción,

“Nunca estamos solos”, sea una multa de aparcamiento en vez de otra por exceso de velocidad. Espero que hoy no haya radares porque voy a ciegas, lagrimando contra el sol y el horizonte, sin dejar de pisar a tabla el acelerador, porque por mucho que la canción quiera ralentizarse, con tanto voltaje solo invita a seguir como a hasta ahora, quemando cada metro las estrías de los neumáticos.

Con la cuarta, “¿Nos ponemos con esto?”, me pasa una cosa curiosa, quiero que llueva siempre para poder llevar el ritmo con los limpia al compás del tintineo en el que empieza la canción. Las dos primeras inflexiones de la voz me parecen el lugar perfecto para quedarse a vivir cuando te vienen mal dadas.

Esa es la hermosa voz del consuelo. Ese tono, justo ese, es el sonido que produce el sosiego para poder escuchar después, abrigado, la estrofa de que pase lo que pase voy a estar ahí. Mostrarse herido es muy duro, volver a pensar en ti es aún más duro por eso me resulta la canción adecuada para cuando no puedes dejar de enredarte en esos pensamientos; y con el mejor final que puede haber, un coche petardeando a todo gas, como el mío ahora, camino de la lejanía. Velocidad de crucero alcanzada.

Quinta y subiendo, al frente Guadalajara, comienzan las curvas. Se me hacen pocas esas seis puntas para “La Estrella de David” de los suecos con la de matices que tiene la composición. Yo a esta estrella le pondría 32, como a una rosa de los vientos. 360° de canción para disfrutarla girando sobre mi mismo, mirándola a la vez desde mi nunca a mi frente. Un rumbo detrás de otro en sus siete minutos en un juego de espejos único que te permita ver el infinito sin salir de esa pieza.

La descomposición de la perspectiva para verlas todas en el mismo plano, como en un cuadro cubista, eso es “La estrella de David”. Acojonante. Mientras escucho, conduzco y alucino voy escribiendo sonidos, así viajó hoy, con notas de voz, fumando, repitiendo canciones y dictando al móvil párrafos para que no se me olviden cuando me siente a ordenarlos en el escritorio.

Al entrar en la provincia de Soria bajo el parasol para no deslumbrarme, la tarde cae sobre el césped que rodea la piscina de la portada del disco y se está como Dios, disfrutando de la sexta canción, “Aprendemos a nadar”, en la serenidad de una autovía nueva, soleada, que fluye sin estridencias por un paisaje en calma. Debería ser sencillo aprender a nadar mejor en este decorado.

Me aplico y doy brazadas contra el volante, quiero ser el mejor nadador de este disco, me digo, y pruebo todos los estilos para no ahogarme, tan alejado como estoy del bordillo en esta Castilla tan llana que a veces me produce agorafobia. Tan profundo todo, tan inalcanzable, con la escalerilla allá arriba, lejana, al bucear y verla cuando giro en cada nuevo largo que encaro. Mitad del recorrido, mitad de Soria, mitad de la piscina, mitad del disco, yo partido en dos mitades desde hace tiempo. Abierto en canal llenándome de buena música, intentando salir a flote cada día.

Tanto sufrimiento para irnos descontentos... ahí está justo el drama de la historia universal. ¿Si hubieras sabido el descontento que producen las caricias que acaban arrancadas de raíz habrías sufrido tanto, avanzado por ese camino? Supongo que sí, a mí también me gusta reincidir. La canción, “A dónde ir”, es preciosa  y ese duo de cuerda que Jep Gambardella encarga al final para mí, en nuestra La Gran Belleza particular, vespertina, es sublime.

Podría recorrer cada una de las calles del centro de Roma enseñándote la historia que puedo leer en cada esquirla, en cada desconchado, con esa canción que viene para irse con nosotros de paseo. Podría mirar contigo todas las colinas de la ciudad mientras esa cuerda suena. Mi coche decelera... inconscientemente mi pie deja de presionar tan fuerte y la recta se me frena en la mirada. Roma es eterna y no es necesario cruzar el Rubicón como un energúmeno para entrar en ella a la carrera. Roma se merece ir tranquilo, uno a uno, a todos sus millones de escalones.

Deceleración, hasta que todo acaba y muere, con esa nota sostenida que recorre la canción de “Lo último que se pierda” que parece un electro cardiograma constatando la muerte de lo que teníamos tú y yo. Línea plana a la que se le aplica una sacudida cuando la noche surge, ruge. Vuelve a revolverse, descarga, vuelve a no ocurrir nada, descarga, vuelve a tener pulso, inestable, completamente irregular al entrar en otra curva, pero pulso.

No termina de morir, resiste, la noche se ilumina con las nubes de pantalla, el desfibrilador hace que se prolongue el sueño, he vuelto a soñarlo, despierto, provocando una reacción brutal en la siguiente canción, “Vamos a hacer”. El corazón inyectado de adrenalina pega unos saltos con guitarras que percuten y batería desbocada que hace que el coche pierda estabilidad en las maniobras, pero yo estoy feliz, me gusta llevarme por el filo.

Nadie puede dormir ni nadie quiere dormir. El coche se equilibra al fin y puedo acelerarlo de nuevo y el pulso de la canción termina tan armónico y contundente como un ciclista al que no se le resiste ya ningún puerto. Resurrección completada. La vida siempre se abre camino y quién sabe si lo nuestro también tenga remedio algún día. Me fascina cómo estas dos canciones se complementan tan bien, cómo una necesita de la otra, cómo la muerte necesita un masaje cardiaco de la existencia para resucitar y entre ellas se lo dan y lo consiguen.

El viaje por “Otros principios fundamentales” está siendo un trayecto por todo el borde exterior de la vida, siempre vida, buscando la vida, recreándose en la vida, perdiendo casi la vida para lograrlo pero consiguiendo que la vida no se pare nunca. Me encanta este disco, mucho, y aún no ha terminado. Bravo.

Entro en Navarra y quiero más. No dejo que la música cese ni un segundo, estoy quedándome sin gasolina pero no pienso reportar hasta llegar a casa. Creo que puedo lograrlo, ya estoy en la autopista. “Hemos ganado tiempo” a toda hostia contra los cristales y que pasen cosas, como decía Xabi Alonso que le gustaba el fútbol, puro rock and roll, todo rápido y directo.

Justo así afronto este tramo final, con la firmeza y precisión de un pase en largo, tenso, del tolosarra. No pienso decir a qué velocidad he pasado con este temazo por el puente colgante de Castejón. Únicamente diré que no llevaba filtros la foto que saqué al cuentakilómetros. Vamos, tira, dale, un empujón más.

Si tuviera séptima velocidad se la metía ya y la octava y la novena, es el momento, toda explosión nuclear me parece poca llegado a este preciso lugar de la canción. Estoy pasando por Olite y me acuerdo de que tú y yo hemos recorrido todas sus almenas del castillo. Sigo ganando tiempo. Al GPS le he hecho rectificar el horario estimado de llegada unas cuantas veces en este último tramo. Me encanta romperle la lógica a las máquinas. Venga.

Empieza la última estación, “...Que esto funcione” con un sonido tan soberbio que me retrotrae al “Deacon Blue” de mi adolescencia hasta que el temón rompe y se calma, todo se pasa y vuelve, perfecta, y siempre lo veo venir tarde, y paso a una velocidad demencial por delante de un puto radar que me caza sin que pueda hacer nada al entrar en Pamplona. Da igual, el discazo de Viva Suecia es lo mejor que me ha pasado musicalmente en mucho tiempo y ha merecido la pena todo el periplo, hasta la sanción.

A lo mejor le mando la multa, como salvoconducto, al productor de la obra, Carlos Hernández, solo para obligarle a que me presente a estos geniales suecos de Murcia y a todos los grupazos con los que ha currado y para que alguna vez me deje ver cómo se moldea un disco desde el silencio de una mesa de sonido, para poder contarlo aquí.

Tengo entradas para verlos un par de veces este año por España pero ojalá alguien traiga a Viva Suecia a Pamplona y me alegre el cumpleaños, que este año toca balance. Desde Alfredo La La Landa, pamplonés universal y suecófilo, somos incondicionales de ese gran país. Meto el coche en el garaje, apago el motor, cojo el disco, mi mochila azul sueco al hombro y me voy a escribir. Misión cumplida. ¡Viva Suecia, joder, durante muchas décadas y muchos discos! Y eso es todo.


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De Madrid a Pamplona con Viva Suecia