• sábado, 27 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Aquellos días azules de la infancia en la piscina Amaya

Por Javier Ancín

Éramos felices y no lo sabíamos, al menos yo, porque siempre quería huir de esa rutina, escapar de ese recinto, lejos, como antes quise irme, más allá, siempre mucho más lejos, cruzando los pasos de cebra que tenía prohibidos cuando bajaba a la calle con la bici.

Cuando yo era pequeño los veranos duraban más. Al cole no volvíamos hasta finales de septiembre y la liga no arrancaba como ahora a mitad de agosto. Nos aburríamos bastante porque Pamplona después de Sanfermines cerraba mes y medio y bajábamos cada día a la piscina Amaya, que para mí era un poco una jaula de oro porque mis amigos eran de otras: Club Natación, Anaitasuna, el Tenis...

De los fogones del río a la ele, de la ele a la olímpica y de la olímpica otra vez a las mesas de madera con sus sillas de tijera donde comíamos, donde vivíamos, a por dinero para un Mikolápiz, que tomaba sentado tranquilamente, mirando la nada, en las gradas de piedra de un campo de fútbol desvencijado.

El resto del día lo pasábamos jugando un tropel de críos al puntero en el frontón pequeño, cada uno con su raqueta de tenis, y a remojo. Debería de hacer mucho calor porque siempre estábamos en el agua, hasta que tocaba recoger todos los bártulos hacia las ocho de la tarde y subir en coche por la cuesta de Beloso de nuevo a casa en Iturrama.

Y al día siguiente otra vez. Y otra. Y otra. Y otro año y otro año más, que serían en realidad muchos menos días, porque de vacaciones nos íbamos mínimo tres semanas a la playa. Y también muchos menos años, porque no recuerdo haber bajado ya, una vez que empecé la carrera, a ese sol de la infancia tan sólido, tan seguro, tan firme, tan indestructible, tan cálido. Todo era una ilusión, vale, pero una ilusión verdadera, sin mentiras. Todo eran certezas, que es el mejor regalo que nos hicieron nuestros padres, a casi todos, durante la niñez.

Todo aquello se diluyó sin mucho ruido, como un castillo de arena que poco a poco se va comiendo una marea sin olas, y sin testigos, dandole la espalda, sin querer mirar atrás. Crecer fue irle viendo las costuras a la existencia, sentir que el suelo era líquido, inestable, resbaladizo, incomodo.

Qué habrá sido de aquellas familias y de aquellos chavales con los que compartimos veranos sin ser nuestros amigos. Solo nos unía aquella piscina y los cielos azules bajo los que fuimos creciendo sin grandes sobresaltos.

Éramos felices y no lo sabíamos, al menos yo, porque siempre quería huir de esa rutina, escapar de ese recinto, lejos, como antes quise irme, más allá, siempre mucho más lejos, cruzando los pasos de cebra que tenía prohibidos cuando bajaba a la calle con la bici.

Ahora volvería al banco de la plaza cuando aún no había ni plaza y aparcaban los camiones en ella. Y no saldría de ahí en todo el verano, que en realidad, ya ha pasado también, si miras hoy por la ventana y ves el frío, esa lluvia fina de la madurez, que es un desconcierto más grande que cuando eras un niño.

Hoy no le habría dicho a mi padre que me borrara, cuando me llamó tiempo después, viviendo yo fuera de Pamplona ya, para pregúntame que qué hacía con el carnet de la piscina, que estaba cansado de pagar cuotas desde hacía años para que no fuera nunca.

La vida ya va en serio, que decía Gil de Biedma. Ya va siéndolo desde hace unas cuantas temporadas. Hay afortunadamente algo de futuro, espero, pero también mucho pasado y una sensación melancólica, una certeza sin concretar, de que nos vamos a quedar en tierra de nadie, sin llegar a ningún lado, cuando todo esto acabe. Y eso es todo.


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Aquellos días azules de la infancia en la piscina Amaya