• lunes, 06 de mayo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Por qué los aberchándales odian la procesión de San Fermín

Por Javier Ancín

La cara satisfecha de Asiron estos últimos años subiendo por la calle Curia, con una sonrisa de oreja a oreja, viendo cómo sus acólitos la destrozan, es la prueba definitiva de que solo quieren destruir los Sanfermines.

La liturgia como un mapa de la devoción, el rito como un libro de reglas, instrucciones que repetidas una y otra vez -somos lo que recordamos-, nos lleva a la emoción individual que, hombro con hombro de otras emociones individuales que nos acompañan en este periplo, crean una comunidad de afectos.

Lo que nos hace sólidos como sociedad es lo que el tiempo ha ido forjando y que compartimos libremente. Unos símbolos que son nuestros porque nosotros los hemos creado. Y lo que es más interesante, sin buscarlos. No es un diseño, es una evolución.

Cárgate todo eso y habrás liquidado la sociedad, podrás hacer con ella lo que quieras, moldearla a tu gusto, imponer tus nuevos marcos, esclavizarla a tu ideología con tus nuevas devociones que no serán fruto de la tradición sino de la invención, es decir, de la mentira. Todo será falso pero al aberchandalato nunca le ha preocupado la verdad, solo le ha interesado imponer su trola, su arana.

Su proyecto aberchándal no es el producto que surge del tiempo, que el pueblo moldea, que ni hace falta que acepte porque ya nace aceptado. Somos cada uno de nosotros los que lo elevamos al cielo, los que acabamos con el caos y ordenamos nuestra corporación.

Su proyecto aberchándal es una imposición desde arriba, unas élites lejanas deciden cómo tienen que sucederse las cosas, lanzándoselo a la cabeza al populacho que desprecian, valiéndose de un ejército de fanáticos dispuestos a bombardearnos hasta que aceptemos esos nuevos símbolos extraños como propios, destinados no a hacer comunidad sino ideología.

Por eso el aberchandalato siempre está tan preocupado en liquidar cada espacio propio de los Sanfermines, porque lo popular les produce sarpullido. Y los Sanfermines es lo más esencial que como sociedad transversal, que es como ahora se llama a la ausencia de un fin político artificioso, hemos ido destilando. El aberchandalato jamás va a compartir nada, lo quiere todo porque su fin es una dictadura, por eso como los Sanfermines no consiguen controlarlos, necesitan entonces demolerlos.

Se cargaron a puñetazos hace décadas el Riau-Riau, el canto que la gente entona espontáneamente, aún hoy y en cualquier lugar, cada vez que quiere invocar las fiestas.

Lo intentan cada año con el chupinazo, que llegaron a preferirlo muerto, colocándole su tela ideológica delante del balcón como mortaja, suspendiendo el inicio de las fiestas.

Los toros también les sobran, que ya solo son una excusa para seguir mamando, de espaldas al ruedo; y de un tiempo a esta parte, como se ven fuertes, poderosos, se han atrevido hasta contra la procesión de San Fermín, el epicentro místico de la fiesta, su reserva espiritual. La cara satisfecha de Asiron estos últimos años subiendo por la calle Curia, con una sonrisa de oreja a oreja, viendo cómo sus acólitos la destrozan, es la prueba definitiva de que solo quieren destruirlos.

¿Qué son realmente entonces los Sanfermines para los aberchándales? Hoy por hoy solo un estorbo para su proyecto político. Por eso tratan de demoler todo lo simbólico que hay en ellos. Sin las características propias que los hacen diferentes pondrán conseguir que digan lo que ellos quieren que digan.

La hoja de ruta es sencilla porque siempre es la misma, primero convertir el asunto en una borrachera colectiva sin diferencia alguna de otras borracheras colectivas que existen en otros lugares, es decir, en una fiesta completamente impersonal, sin alma. Y segundo, una vez que tienen el recipiente vacío, ir llenándolo de su ideología, que eso es de lo que se trata, de que todo lo popular sea solo suyo, su dictadura. Y eso es todo.


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