• martes, 30 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

El Madrid veraniego de los navarros

Por Javier Ancín

"Sin ningún esfuerzo, solo de paseo, si te apetece mirar, encuentras. Como el otro día, que haciendo de flaneur buscando sombras por mi Chamberí eterno, me di de bruces en la plaza de Olavide con un bar Aoiz. Anda, qué curioso: Aoiz. Y te sonríes un poco, inconscientemente".

Gran Vía Madrid
Gran Vía Madrid

Creo que me gusta Madrid, no hablo tanto en lo estético como en lo emocional, porque en el fondo siempre te habla de casa, de lo que eres -aunque creas estar lejos, aunque creas estar perdido, aunque te creas anónimo en mitad de sus calles-, sin darte el coñazo, susurrándote tus orígenes como una nana. Ahí están las cosas y tienes que ir descubriéndolas tú, no van a venir a buscarte, no te asedian, no te avisan, tienes que ir atento para darte cuenta.

Supongo que los extremeños se fijarán en sus restaurantes Mérida o los vascos en sus glorietas de Bilbao, en sus calles de Atocha o los catalanes en sus librerías Blanquernas o los andaluces en su parada de metro Sevilla. Madrid tiene un espacio para cada uno, da igual de donde seas, siempre estás en el hogar, quizá por eso nadie te pregunta de dónde vienes, porque Madrid es un compendio de infinitas casas familiares. Cada uno se trae su trocito y se hace una ciudad tan heterogénea como una biblioteca.

Yo, como soy navarro me fijo en nuestros rincones, siempre discretos, en nuestras palabras, en nuestros antepasados, apellidos, topónimos... vamos, en nuestras cosicas.

Sin ningún esfuerzo, solo de paseo, si te apetece mirar, encuentras. Como el otro día, que haciendo de flaneur buscando sombras por mi Chamberí eterno, me di de bruces en la plaza de Olavide con un bar Aoiz. Anda, qué curioso: Aoiz. Y te sonríes un poco, inconscientemente.

Es sorprendente cómo solo con leer alguna palabra que pertenece a tu educación sentimental, a tu tablero de la vida, te sientes menos desamparado, como si llegaras a la casilla del círculo en el Parchís, donde no pueden comerte, donde nada malo puede ocurrirte.

Supongo que si fuera gallego me habría fijado en la calle, Eduardo Dato, político de La Coruña; o si fuera francés en el bar Richelieu, el de los penúltimos negronis de Gistau, que está en frente; pero como soy de dónde soy y eso no tiene remedio, un calvo aunque se implante pelo siempre será un calvo con pelo, terminé alzando los ojos a la torre de la Iglesia de San Fermín de los navarros, sede de la cofradía que desde el 7 de julio de 1683, reúne a los oriundos de Navarra residentes en Madrid que quieren honrar a su tierra y a su santo.

Si alguna vez te encuentras solo un 6 de julio en Madrid y te invade el esplín del que habla a todas horas Montano en sus diarios "Oficio pasajero", déjate caer al mediodía por su patio donde te abrazará uno de los chupinazos más emotivos -la distancia con Pamplona se anula entera por la generosidad de los desconocidos- que he vivido nunca.

Y seguí, zigzagueando por la mañana, por el barrio que una vez fue el mío, con la intención de visitar el museo Sorolla, más que por hacerme el cultureta, con este calor, para disfrutar del pequeño jardincito con varias fuentes que te refrescan cuerpo y alma que hay en el edificio. Al final pagué entrada, porque no hay mejor fresquito que el aire acondicionado que protege los cuadros y nada más cruzar la puerta, esperando la brisa gaseosa de las obras de temas marinos y playeros, blancos y azules trasparentes, me di de bruces con un cuadro de dos mujeres y un hombre con unos atuendos recios, de los que protegen del frío y las nieves, que me resultaron de lo más familiar. Pintor, Joaquín Sorolla; año, 1912; título, Tipos del Roncal. Y eso es todo.


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El Madrid veraniego de los navarros