• martes, 30 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Ikurriña y euskera en Navarra: de la euskoturra a la turra universal

Por Javier Ancín

"Quieren un país solo para ellos -una ikurriña les parece poco y ya la llevan a pares, luego les parecerá poco compromiso con la patria y la tendrán que llevar de cuatro en cuatro, de ocho en ocho, de dieciséis en dieciséis, no vaya a llamarles alguien tibio y les grite vete-".

Bildu reivindica la nación vasca en Pamplona en su Aberri Eguna. EFE
Bildu reivindica la nación vasca en Pamplona en su Aberri Eguna. EFE

La turra. Qué maravilla. Nunca llegas a librarte de ella del todo, por muy lejos que te vayas. Te agarra del tobillo, como un perro de esos enanos y estridentes, pendiente en la oreja siempre como uniforme, y frenético se te pone a ladrar con esa cansina cadencia hiperventilada del fanático que realmente no sabe ya ni lo que quiere.

Eso la versión provinciana, paleta, que de tan local no es capaz de localizar ni su turra en el mapa. Vete, grita uno. Uno que siempre es el mismo pero siempre es uno distinto. Vete. Si ya me he ido, joder. Como me vaya un poco más dejaré de irme y ya estaré volviendo... imagínate el drama, sobre todo para mí.

Quieren un país solo para ellos -una ikurriña les parece poco y ya la llevan a pares, luego les parecerá poco compromiso con la patria y la tendrán que llevar de cuatro en cuatro, de ocho en ocho, de dieciséis en dieciséis, no vaya a llamarles alguien tibio y les grite vete-. Un país donde se hable un idioma, el suyo, en el que no se pueda disentir.

El euskera es un artefacto ideado para la diferenciación y no para la comunicación y por eso no acepta la disidencia. Un disidente es un traidor que no puede usar nuestro idioma porque entonces por definición dejaría de ser nosotros y lo que estaría haciendo al usarlo sería destruirlo, destruirnos. En fin, la turra, la puta turra de siempre.

Quién fuera Indiana Jones, que esto lo resolvía desganado por la vía rápida cuando se le ponían delante a hacer florituras con el sable.

También es verdad que hay turras y turras. Y la que me ha asaltado esta mañana, por ejemplo, es de las un tanto absurdas, ridículas, pero amables.

Cuando eres feliz te despiertas antes, por pura inercia de buscar la luz, y a las siete de la mañana ya estaba con las zapatillas de correr rodeando el Coliseo, mirando arriba, al ático donde vive Jep Gambardella, sin mucho esperanza de verlo asomado con su negroni porque a estas horas tan tempranas aún estaría volviendo de juerga por los recovecos de Roma.

En mi particular korrika, del latín currere con la k griega vaya usted a saber por qué, después de atravesar el circo Máximo, subir a la plaza Navona pasando junto al teatro de Marcelo, callejear para toparme con el Panteón, cruzar el Tiber por el castillo de Sant Angelo y enfilar la Via della Conciliazione como un mediofondista trucho, llegué a San Pedro. Cuando estaba, como buen turista, sacándome un selfi para inmortalizar el momento con la cúpula de Miguel Ángel de fondo, una chavala se me acerca y me pregunta si le puedo sacar una foto. Sí, claro, contesto. Error.

Cojo el móvil y cuando, confiado, voy a encuadrar, se desencadena la hecatombe. La tipa que parecía normal, inofensiva, empieza a desarrollar frente a la cámara unas poses inverosímiles y me pide que le vaya sacando fotos sin parar. ¿Pero qué cojones es esto? Que yo soy un señoro antiguo de provincias, coño.

Y ahí me tiene ustedes, a las siete y media de la mañana, vestido de runner, goteando sudor como un cerdo, en mitad casi de un rapto místico que me encontraba, poseído por el síndrome de Stendhal, disparando como un gilipollas sin parar a una influencer para que las suba a Instagram.

Ahora así, ahora asao. Ahora de este lado, ahora del otro, s'il vous plaît. Ahora un puto vídeo para Tiktok. Hasta que, espantado, le devuelvo el móvil de lejos y salgo por patas de ahí en sentido contrario, para huir una vez más de la puta turra. Siempre la puta turra. Siempre la puta y eterna turra. Y eso es todo.


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