• martes, 30 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

5 de julio, casi San Fermín

Por Javier Ancín

"Hasta que revienta y la ola que no cesa se apodera del gentío y todo es una marea efervescentemente blanca y roja que va agitándose por las paredes de las calles de la ciudad, como un río impetuoso y alegre que avanza camino del mar".

Ambiente en la plaza del Ayuntamiento de Pamplona en el inicio del Chupinazo de San Fermín 2017. Reuters. (14) (1)
Ambiente en la plaza del Ayuntamiento de Pamplona en el inicio del Chupinazo de San Fermín 2017. Reuters.

La calma antes del diluvio. La calma antes de que la ola que no cesa, cese... sobre nuestras cabezas. La calma del segundo anterior a que la calle sea blanca, efervescente, como el champán agitado la milésima antes de hacer que el corcho suba
al cielo. El frenazo antes del impacto, el cristal intacto antes de que se haga añicos, sembrando el suelo de esquirlas.

Siempre que pienso en el 5 de julio me acuerdo de un leñazo de película que me di en bici hace años, saliendo propulsado por encima del manillar, la tranquilidad que sentí en ese instante. Un vuelo horizontal al suelo, de un par de centésimas, que me pareció
eterno.

Recuerdo hasta el pasaje de la conferencia del escritor Muñoz Molina que iba escuchando en los auriculares, con la sensación de que me podía quedar tumbado en la nada, flotando, hasta que concluyese. El aterrizaje fue un caos de vueltas de campana sobre el cemento, rasguños, raspones y desgarrones de tela, palpándome después para asegurarme de que todo estaba en su sitio.

O más cercano en el tiempo, el zapatazo de Torró en la final de Copa de Sevilla. Tengo el recuerdo de que en el trayecto del balón desde el semicírculo del área a la red transcurrió un partido entero y me dio tiempo, allí en la grada, en ese medio segundo, a sacar el móvil y anotar en el bloc de notas, palabra por palabra, lo que iba sucediendo. Cada ascenso y descenso de la montaña rusa que fue ese viaje hacia el gol.

Comienza el periplo y hay que salvar a Valverde que viene a taponarlo como un Cebada Gago en mitad de la Estafeta. Cómo lentamente, a una velocidad de vértigo, seguía sorteando jugadores del Madrid, uno a uno, ahora sale una pierna de algún lugar extraño y lo desvía, ay... Vamos, balconcito, avanza, sigue avanzando, no te detengas nunca, continúa, por favor.

Hasta fui consciente, cuando ya no quedaban más defensores, de que se acercaba a Courtois y que entorné los ojos con la seguridad fatalista de que no, no, no... lo para, lo está parando, mira cómo baja las manos y lo roza, lo está rozando, joder, no lo pares. Y no lo paró y explotamos todos en un salto que fueron mil, en un grito que fueron un millón.

Cuando la pelota cruzó la línea de meta ya no me dio tiempo a poner la palabra fin. Quizás porque no acababa en ese momento nada, sino que volvía a empezar todo, como cuando el cohete sale del balcón del ayuntamiento y cruza el cielo y asciende
sobre la plaza y parece que no va a reventar jamás.

Hasta que revienta y la ola que no cesa se apodera del gentío y todo es una marea efervescentemente blanca y roja que va agitándose por las paredes de las calles de la ciudad, como un río impetuoso y alegre que avanza camino del mar.

Esa espera, esos instantes, es el día anterior a que llegue el 6 de julio a las doce del mediodía. Y aquí estamos de nuevo, como siempre. Y eso es todo.


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5 de julio, casi San Fermín