• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / Ha sido columnista habitual del periódico El Mundo, colaborando también con otros periódicos, revistas, programas de radio y televisión. Ha participado en el programa debate de TVE, 59 segundos.

Caso Nadia: las sentinas del tabú

Por Rafael Torres

A resguardo de lo que determinen en su día los tribunales, del comportamiento de Fernando Blanco, el padre de Nadia, se desprendería la comisión de dos delitos, uno infinitamente más grave que el otro.

A resguardo de lo que determinen en su día los tribunales, del comportamiento de Fernando Blanco, el padre de Nadia, se desprendería la comisión de dos delitos, uno infinitamente más grave que el otro. El menos grave, es de estafa, es el que, por lo visto, más encorajina a los medios que colaboraron "de buena fe" en su ejecución.

El más grave, el de severo y continuado maltrato infantil con la agravante de parentesco, se soslaya en lo posible por aludir a un fenómeno, el del desamparo de tantos niños en manos de progenitores incapaces o chungos, velado por el tabú de lo familiar y por la renuencia social a despejarlo.

¿Qué otra cosa, sino maltrato puro y duro, es que un padre limosnee exhibiendo impúdicamente por los platós de televisión a su hija, obligándola a escuchar una y otra vez que se va a morir enseguida, que es falta y que envejece a la velocidad de un anciano de 80 años? ¿Cuántos años lleva, ésta pobre niña de 11, oyendo a su amado padre referirse en semejantes términos a su persona? ¿Y quién censuró nunca, en el curso de esas infames intervenciones recaudatorias o de esas agotadoras sesiones de calendario con famosos, la conducta de ese tipo que machacaba así, pública y abiertamente, a su hija?

Diríase que lo que más indigna de la acción de Fernando Blanco es que engañara a los medios que le proporcionaron cobertura para su estafa y, a su estela, a los ciudadanos que, conmovidos por la titánica lucha de un padre ejemplar en pos de la curación de su hija, aportaron su óbolo para la causa.

¿Pero nadie vio, independientemente de la credibilidad o no del majadero relato del padre, el maltrato que el susodicho dispensaba a la menor ante las cámaras, bien que disfrazado de mirífico amor paterno? ¿Y la madre? ¿Qué amor, qué cuidados, qué atenciones prodigaba a la niña, si dice que no sabía dónde andaba, si iba o venía, si la operaban o la dejaban de operar? ¿Cuántas Nadias hay? ¿Cuántos rufianes disfrazados de santos en posesión de la vida y del futuro de sus hijos?

En éste caso, un juez despierto, sensible y diligente, ha puesto fin al aquelarre que se desarrollaba a la vista de todos. Pero, ¿cuántos otros casos no habrá en lo soterrado, en las sentinas del tabú?


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