Antes de esa tarde hubo una mañana clara y limpia que bien podía ser de primavera.
Veraneaba con mi padre en la costa alicantina. Herido como estoy por la letra, ese día, ese mismo día, le pedí acompañarme a Orihuela.
Aproximadamente cien años antes de esta fecha, concretamente el 30 de octubre de 1910, nacía en aquella localidad alicantina uno de los poetas más queridos y admirados en España. Su nombre, Miguel Hernández. Su profesión, pastor de cabras.
Con apenas cuatro años fue trasladado mi Miguel niño a la Calle de Arriba, mismo enclave donde hoy se halla la casa-museo del poeta.
En ella encontramos, mi padre y yo, los objetos y lugares a los que aludía tantas veces en sus supervivientes versos.
Un hogar sencillo, como sus primeros poemas, pero ordeñados con tanta personalidad y frescura que su néctar al paladar lector sabe diferente.
Yo sé que mi padre me observaba revisar silencioso la habitación de Miguel con su alta cama, su mesa triste y su restaurado armario.
Salimos a las pitas o también llamado patio y allí, como legañoso, se despertaba el limonero.
Ahí estaba yo recordando los primeros versos del poeta:
‘En cuclillas, ordeño
una cabrita y un sueño.
Glú, glú, glú
hace la leche al caer
en el cubo. En el tisú
celeste va a amanecer.
Glú, glú, glú. Se infla la espuma,
que exhala
una finísima bruma.
(Me lame otra cabra, y bala)
En cuclillas, ordeño
una cabrita y un sueño’
Giré mi vista y vi el pozo. Ese pozo al que tantas estrofas había dedicado Miguel.
Al rato, me dirigí a mi padre y le pregunté:
-¿La higuera, papá? ¿La higuera?
-No sé, Pablo. Quizás aquella mujer lo sepa –apuntó.
-¡Señora! ¿Dónde está la higuera? –espeté.
Su dedo señaló una pequeña puerta metálica de un muro. Abrí la puerta y con la puerta mis ojos y con mis ojos mi asombro y con mi asombro la higuera centenaria se abría como cisne con sus alas o, mejor aún, como ‘El rayo que no cesa’.
La toqué y me senté a sus pies. Algo escribí.
(En mis múltiples cuadernos lo tendré guardado)
A media tarde, cuando el ‘Viento del Pueblo’ echa la siesta regresamos a casa, mi padre y yo, a ver el partido de fútbol entre España y Holanda.
Era el 11 de julio del año 2010.
Nunca he visto a mi padre gritar con tanta pasión un gol.
Sé que ahora como presidente de Osasuna se retuerce en su asiento no pudiendo expresar la alegría que tiene cuando nuestro equipo mete un gol. Tranquilo, papá, que desde Canarias los estoy gritando yo.
Llegada la noche, como ‘Perito en lunas’, salimos a la calle.
Todas las ciudades, pueblos y villas de España eran salpicadas por el jolgorio y la algarabía. Calles rojas (ay, mi Osasuna, si algún día…)
Y así, herido por la letra, herido por Miguel, pregunté a mi padre:
-Esto nunca lo conseguirá la literatura, ¿verdad?
-Lo siento, Pablo. Esto sólo lo consigue el fútbol.
Y pensé en la habitación, en el pozo y en la higuera. En el patio en cuya pared se alzaba la sierra por la que trepaba Miguel con el rebaño en sus salidas de pastor.
El día que fuimos campeones del mundo yo ordeñaba un sueño, el sueño cumplido de vivirlo junto a mi padre cerquita de mi poeta pastor de Orihuela.
Oigo una cabrita balar a lo lejos…
‘A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.’