• viernes, 29 de marzo de 2024
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Opinión / Tribuna

La entrevista que no te hice

Por María Jiménez

Fernando Altuna siempre estaba en mi lista de entrevistables: para la tesis, para este artículo, para aquel capítulo… En los últimos dos años y medio le había oído contar su historia a retazos muchas veces.

Fernando Altuna Urcelay.
Fernando Altuna Urcelay.

Cogía carrerilla para explicar que ETApm había asesinado a su padre, el capitán de la Policía Basilio Altuna, en 1980 en Erenchun, que el sumario se había cerrado en tres meses, que a los crímenes de ETApm se les dio carpetazo en pos de la convivencia y a costa del derecho a la justicia de las familias y que nunca había sabido nada de los asesinos.

Aunque tenía sus sospechas, claro. También a veces recordaba que cuando todo ocurrió él tenía diez años y que desde entonces acumulaba dolor, rabia, frustración y, en definitiva, sufrimiento.

Todo esto, con detalle, debía habérmelo contado en esa entrevista que nunca le hice. Habríamos repasado su aterrizaje en COVITE y su disposición a ayudar con todo: las investigaciones, las hemerotecas, las alertas informativas, los números, las tablas, los carteles, la logística, los excel… También a llevar flores a las embajadas de los países donde se cometía un atentado, quizá con la esperanza de que aquel par de rosas diese a las víctimas algo de consuelo, ese que él tantas veces echó en falta. Seguro que habría recordado también el día de julio de 2014 en el que nos conocimos en unas jornadas de COVITE, donde me sacó la cara cuando alguien me levantó la voz. Desde entonces se autoproclamó como mi defensor: “Yo soy marianista”, me decía.

Yo también he intentado protegerle algunas veces. Como cuando le decía que dejara de buscar lo que hacían los malos en Twitter, que no le contestara a los odiadores profesionales que de vez en cuando lo atacaban por las redes o cuando evitaba enviarle una noticia porque de antemano sabía que le ardería la sangre. También intenté por todos los medios que no fuera a poner las placas de COVITE en San Sebastián porque temía que la resaca emocional fuera demasiado empinada, pero no me hizo caso.

E intenté persuadirle por todos los medios de que no fuera a Alsasua para plantarle cara a los defensores de quienes habían apaleado a dos guardias civiles y a sus novias. De nuevo, temía que el torbellino de emociones lo sobrepasara. Por suerte, tampoco me hizo caso. Lo preparó todo con esmero y entró en aquella plaza con la serenidad de quien sabe que hace lo correcto. Alzó su cartel en el que se leía “Aquí solo sobran los violentos” mientras que uno de los asistentes le decía, señalándole al bolsillo, que sacara la pistola. No perdió la calma y, al irse, se metió la mano en el bolsillo, del que solo pudo sacar su gorra enmarañada. Él será para siempre uno de los cuatro valientes de Alsasua.

En realidad, mis intentos de disuasión fueron en vano porque no tenían en cuenta que para él estar allí, pasar a la acción, hacer algo por la causa que defendía a capa y espada no era un capricho pasajero, era su vida. Se sentía derrotado, decía a veces, pero olvidaba cuánto bien estaba haciendo con su labor machacona de recordar a los asesinados en las redes sociales, de sacarle los colores a los políticos nacionalistas que escupían medias verdades y de tirar de hemeroteca con una agilidad admirable para advertirles a los que quieren edulcorar el pasado que no, que por ahí no pasaba. No pasábamos.

Pero ni siquiera en sus momentos bajos podía despegarse de su sentido del humor, de su genialidad, de su cariño. “Mery, ¿qué te pasa? No te leo en el grupo”, cuando me daba por despegarme del WhatsApp. “¿Qué te vas al cine un domingo por la tarde y no coges el teléfono del tesorero?”, después de una semana de aúpa. “¿Cómo tienes la tarde respetando la siesta?”, que hay límites y límites. “¿Que tienes que hacer mudanza? Te paso el teléfono de un rumano amigo mío que es un armario”,  y que resultó ser un ecuatoriano recortadito. Y risas. 

Me pregunto ahora que ya no está por qué no le hice la dichosa entrevista y sólo encuentro un motivo: lo tenía demasiado cerca. En los últimos dos años y medio he seguido tan en primera línea sus batallas y he sido testigo de sus caídas y sus intentos guerreros por levantarse y he tenido tantas conversaciones de esas “Fer-Mery” que, en el fondo, han sido una entrevista continua. Guardo alguna pregunta en el tintero que ya nunca tendrá respuesta, pero me quedo con una convicción: Fernando Altuna era, ante todo, un hombre bueno.


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