Tengo un teléfono que es inteligente según la letra grande del fabricante; lo compré hace un par de años en una gran superficie llena de escaleras mecánicas, y hoy aún sigo leyendo la letra pequeña…
El aparato en cuestión lo uso para llamar a media docena de personas, mandar WhastApp, navegar por Facebook y pasearme por Twitter, por cierto, lleno de rigor y de opinólogos, que lo mismo saben de seísmos, de fueras de juego o gripe aviar; le tengo mucho cariño porque un día se mojó y, tras veinticuatro horas sumergido en granos de arroz La Cigala, recuperó las constantes vitales. Vamos, se podría decir que jamás hace aguas...
Aun así, todo idilio tiene su punto de inflexión. Nada es para siempre, que decía el grupo adolescente que llenaba pabellones. El otro día llegué al portal de mi casa con dos bolsas de la compra y muchas ganas de sofá. Mientras el remolón ascensor decidía si bajaba, me dio por mirar la pantalla de mi Samsung Galaxi. “Tiempo para llegar a su casa, 35 minutos”. Desconcertado, llamé a Atención al Cliente de mi compañía, esa que te despierta durante las siestas de los viernes o te interrumpe cualquier cena de los jueves para ofrecerte el vellocino de oro. Un tipo amable y perfectamente adiestrado me aseguró con un tono musical que estaba a 35 minutos de mi domicilio. “No lo dude, recuerde que tiene en sus manos un aparato inteligente”, insistió.
Así que un servidor, siguiendo las órdenes de mi teléfono, certificadas por un tal Walter Manuel, me dirigí a mi domicilio. Para que sepas, ahora vivo bajo un puente junto a las instalaciones de Diario de Navarra. Por lo menos, no me falta la prensa…
Ideación de ‘Teléfono inteligente’
Cuando me encuentro en mi portal, la pantalla de mi teléfono indica: “Tiempo para llegar a casa, 35 minutos”.
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