• martes, 19 de marzo de 2024
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Opinión / Tribuna

El vía crucis del terrorismo

Por José Ignacio Palacios Zuasti

El autor recuerda cómo ocurrieron algunos de los atentados de ETA y la falta de empatía que las víctimas tuvieron que recibir por parte de la sociedad y de las instituciones. 

Colocación de las placas de asesinados por la banda terrotista ETA en Pamplona. PABLO LASAOSA
Colocación de las placas de asesinados por la banda terrotista ETA en Pamplona. PABLO LASAOSA

En esa iniciativa del Ayuntamiento de Pamplona, que es de agradecer, de colocar placas en los lugares donde ETA cometió atentados mortales en nuestra ciudad, el pasado día 11 se descubrieron cinco nuevas. La primera, en la plaza del Castillo donde, el 2 de enero de 1979, murió el artificiero de la Policía, Francisco Berlanga, que fue la primera víctima mortal de ese año, que se cerraría con un balance de 247 asesinados, 784 heridos y más de 600 atentados terroristas, y la primera que cayó después de que fuera proclamada la Constitución. A Berlanga le cupo ese triste honor al igual que Joaquín Imaz fue el primero que abatieron después de que la Ley de Amnistía de 1977, esa de la que se beneficiaron todos los terroristas de ETA con delitos de sangre -a los que se distinguió con el «honor» de haber sido luchadores contra la dictadura y por la libertad-, fuese aprobada. Porque ETA era insaciable y, como diría Felipe González en noviembre de 1983, cuando ya estaba en el poder: «a la amnistía generosa respondió con el asesinato y con la muerte; a la Constitución respondió con el asesinato y con la muerte; y a los estatutos de autonomía respondió con los asesinatos, la extorsión y la violencia, arrogándose el derecho a suprimir la vida de las personas».

La familia Berlanga estaba en Málaga y cuando trece horas después del atentado su mujer llegó a Pamplona lo primero que le dijeron fue: «que no hablara, que no hiciera escándalos y que no dijera nada». Esto sucedía en esos años en los que a las víctimas se les tapaba la boca y sus funerales se celebraban de tapadillo, a puerta cerrada, como fue el de Paco, en el cuartel de la Policía en Beloso Alto, sin presencia de ningún miembro del Gobierno, y, tan pronto como acabó, su furgón fúnebre salió rápidamente hacia su tierra natal. Sí, eran esos años en los que, como decía la fundadora de la AVT, Ana María Vidal-Abarca, «los caídos y sus huérfanos, Ios asesinados y sus viudas estaban, además, condenados a la leprosería, de la democracia, ese territorio cuyos puntos cardinales son el olvido y el silencio, la vergüenza y el vacío».

Si, eran esos años en que las víctimas eran una carga incómoda y molesta, que era conveniente ocultar, y se les ponía unas esquelas en las que hasta se llegó a decir: «... falleció víctima de accidente terrorista». Sí, eran esos años en los que, tres miembros de UCD (Juan de Dios Doval, José Ignacio Ustarán y Jaime Arrese) fueron asesinados y el presidente de su partido y del Gobierno, Adolfo Suárez, no asistió a ninguno de sus funerales y entierros y la portavoz del Gobierno, Rosa Posada, declaró oficialmente que «el presidente del gobierno no puede acudir a los entierros porque está ocupado en asuntos más importantes». Sí, eran los años en los que, después de cada atentado, el ministro del Interior mostraba su «enérgica firmeza» y aseguraba que «ETA está cada día más contra las cuerdas. Estamos ante una ofensiva general de ETA que es un gesto de desesperación».

Y el atentado de Berlanga se cometió ese año, 1979, en el que, el 12 de julio, se produjo el incendio del hotel Corona de Aragón de Zaragoza, con un balance de 80 muertos y 130 heridos, y el gobernador civil, Francisco Laína, antes de que los técnicos dictaminaran las causas del incendio y a pesar de que ETA reivindicó esta acción por tres medios diferentes, lanzó la versión oficial del Gobierno: el foco inicial se había encontrado en el aceite hirviendo que saltó de la sartén en que se estaban friendo los churros para el desayuno. Y tendrían que pasar muchos años más hasta que, ya en tiempos del presidente Aznar, los muertos y heridos en ese incendio fueran reconocidos como víctimas de atentado terrorista.

Algunos pensarán que todas estas cosas sucedieron hace muchos años y que es mejor olvidarlas. Pues bien, la respuesta nos la dio el hijo de Berlanga, que tenía tres años cuando quedó huérfano, en ese acto del día 11: «Hace 42 años de su asesinato. Para algunos puede que parezca una eternidad, pero para su familia y amigos parece que fue ayer, porque en nosotros siempre está presente. Sus padres llevaron luto por él hasta su último aliento, y su Paco en sus labios. Su esposa y hermanos lo siguen llevando en el corazón y a sus hijos, que no pudimos tener esos instantes eternos que se tienen al lado de un padre, nos han inculcado su amor». Así es. Las acciones terroristas y las injusticias cometidas entonces hicieron que muchas familias quedasen rotas y marcadas para siempre. Por eso, gestos como este que está teniendo el Ayuntamiento de Pamplona son imprescindibles para intentar hacer un poco de justicia y para tratar de resarcir a las víctimas de ese reconocimiento y cariño que durante tantos años se les ha hurtado.


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