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Opinión / Tribuna

Una lección que no estaba prevista

Por José Ignacio Palacios Zuasti

En las primeras semanas de 1970 me trasladé a Londres para pasar una larga temporada antes de entrar ese otoño en la universidad. 

1970 07 LONDRES DELANTE DEL 10 DE DOWNING STREET
José Ignacio Palacios, en julio de 1970 delante del 10 de Downing Street.

Fue una magnífica experiencia para poner en práctica y mejorar el inglés que había estudiado en mis cursos de bachillerato y para pasar de la ciudad uniforme y mansa, molida por el tedio, que era mi Pamplona natal, a esa gran capital, moderna, dinámica y multirracial, que vivía los tiempos finales de The Beatles y de los hippies y en la que uno podía encontrar todos aquello que quisiera.

Pero, cuando aterricé en el aeropuerto de Heathrow, no podía imaginar que un muchacho como yo, que llevaba dentro el gusanillo de la política y que vivía en un país como era la España de entonces, sin partidos políticos ni elecciones, iba a tener la oportunidad de vivir, en vivo y en directo, la gran experiencia de unas elecciones generales.

En ese momento el laborista Harold Wilson llevaba seis años de primer ministro y el viento electoral soplaba en su favor, porque las cifras económicas demostraban el acierto de su gestión y, gracias a su ministro de Hacienda, Roy Jenkins, había logrado que su balanza de pagos tuviera un excedente de 606 millones de libras esterlinas, el doble de lo prometido al F.M.I. Además, en los comicios parciales que se celebraron en abril para para renovar los condados del Gran Londres, había logrado unos buenos resultados y las encuestas decían que los laboristas tenían una ventaja sobre los conservadores de entre 2,7 y 7,5 puntos. Por eso, el 18 de mayo, Wilson sorprendió al país anunciando que las elecciones generales se adelantaban al 18 de junio.

Durante todo ese mes viví con gran intensidad la campaña electoral y me sorprendió ver cómo los candidatos se pateaban las calles de su distrito e iban llamando, casa por casa, a los timbres para pedir el voto, a pesar de que el resultado parecía estar cantado, pues todos los pronósticos de los institutos de opinión pública daban como favorito al Partido Laborista y por eso, en la noche del 18 de junio, los informativos decían que el Gobierno seguiría siendo laborista. Pero, a medida que en la mañana del viernes 19 se fueron conociendo los resultados electorales, se vio que los conservadores habían ganado con 330 escaños frente a los 287 de los laboristas. Remedando al almirante Aznar, los británicos se acostaron laboristas y se levantaron siendo conservadores. Y ese mediodía, Harold Wilson presentó su dimisión a la reina, que encargó a Edward Heath la formación del nuevo Gobierno.

A eso de las dos de la tarde vi en la televisión una escena a la que mis ojos no podían dar crédito: delante del número 10 de Downing Street había aparcado un camión de mudanzas. Inmediatamente me fui hasta allí, en unos tiempos en los que no había medidas de seguridad y se podía acceder a esa calle, que hoy está prácticamente blindada por el terrorismo, y tocar la misma puerta de la casa del premier. Efectivamente, allí estaba el camión en el que introducían enseres y, además, la hija y el yerno de Wilson se dedicaban afanosamente a meter bolsas en el maletero de un coche. Al día siguiente, sábado 20 de junio, visité el Parlamento de Westminster y, al llegar a la Sala de los Comunes, el guía que nos explicaba, con total normalidad, nos dijo: «Aquí se sienta el Gobierno de Su Majestad, presidido por Mr. Heath, y allí la leal oposición, presidida por Mr. Wilson». Al finalizar la visita, volví a Downing Street, donde la escena seguía siendo la misma del día anterior, con el camión y el coche, hasta que en un momento dado se abrió la puerta de la casa y por ella salió Edward Heath, que había estado en su nuevo despacho conformando el gobierno. Nos saludó a las pocas personas que allí estábamos, y en un coche descapotable que él mismo conducía, se fue a comer. Al día siguiente, en los periódicos, junto a la lista del nuevo gabinete, del que formaba parte una joven Margaret Thatcher, había una viñeta de fino humor inglés, insólita para un español de entonces, en la que Wilson aparecía bufando, con dos grandes maletas en sus manos y la pipa en sus labios, y su mujer detrás de él que le decía: «No importa, cariño, ellos nos han prometido un mejor mañana».

Tengo que confesar que esta lección de democracia, que no estaba prevista en mi estancia británica, la aprendí y la he tenido siempre muy presente durante los más de treinta años en los que he desempeñado cargos electos y de libre designación, en los que siempre he recordado lo importante que es la alternancia pacífica en el poder y el tener las maletas siempre hechas para irte de los puestos cuando menos te lo esperas. Y, así, cuando el 8 de junio de 2006, el presidente del Gobierno de Navarra, Miguel Sanz, por sorpresa, me llamó a su despacho para comunicarme que, a pesar de que llevaba diez años como consejero, actuando con lealtad y eficacia, había pensado cesarme, sin dar para ello ningún argumento o razón convincente, me acordé de lo que vi en 1970 en Downing Street y, al día siguiente, cuando por última vez salí del que había sido mi despacho oficial llevando en las manos mis últimas pertenencias personales, me vino a la memoria la viñeta del periódico The Daily Mail y lo que la señora Wilson le dijo a su marido:  «No importa, ellos nos han prometido un mejor mañana». Por eso, salí a la calle con la cabeza muy alta y… con las manos muy limpias y durante muchos meses recibí el calor y el apoyo de los navarros. Porque, como me diría después la sucesora de Miguel Sanz: «Tu destitución siempre estará en el debe de este Gobierno».


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Una lección que no estaba prevista