• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / Tribuna

Nación de naciones

Por Javier Marcotegui

Por si teníamos pocos problemas en España, vinculados con los graves asuntos asociados a la crisis económica de 2008 y las inevitables medidas para superarlos, llega el Secretario General del PSOE y nos dice en su programa político que “España es una Nación de naciones”.

Pedro Sánchez, secretario general del PSOE.
Pedro Sánchez, secretario general del PSOE.

Por si acaso, y con ánimo de introducir cierta lógica en la sorprendente declaración, he escrito naciones con minúscula, no vaya a ser que algún independentista aproveche la ocasión de aguas revueltas para situar en el mismo orden político ambos conceptos y la liemos.

Suceda lo que suceda con esta confusa declaración, las naciones españolas, en el caso de que existieran, serán siempre de orden inferior a la Nación española, como las partes lo son al todo. Porque supongo que estamos hablando del concepto de Nación en el sentido jurídico constitucional y de naciones lingüísticas, culturales o históricas, nacionalidades o regiones en suma, que con acierto reconoce el artículo segundo de la Constitución española. En caso de que así no sea, la afirmación programática es altamente preocupante y apunta hacia la desmembración de España.

Se me antoja que el autor de la expresión desconoce los principios más básicos de la lógica, que ayuda a conformar el pensamiento de modo coherente y sin contradicciones internas. Un principio afirma que una cosa no puede ser ella misma y su contraria. Otro, requiere razón suficiente para que el pensamiento tenga la solidez precisa.

Para acabar de confundir la expresión, el flamante secretario afirmó que el Estado español era plurinacional como si se pudiera confundir, sin introducir complejos matices, los conceptos Estado y Nación, o quisiera crear un piélago de confusión donde sea fácil aplicar, según convenga, la práctica de “patada a seguir” y luego veremos.

La expresión no debía de estar muy clara para los propios socialistas cuando uno de los contrincantes en la batalla por la secretaría general requirió que se diera una definición precisa del concepto de Nación. La respuesta fue antológica: “Es un sentimiento que tiene muchísima ciudadanía, por ejemplo en Cataluña, por ejemplo en País Vasco, por razones culturales, históricas o lingüísticas". Es decir, la esencia de la nación se construye en torno a los sentimientos, o estados de ánimo o emociones de naturaleza personal y subjetiva.

En este ámbito de los sentimientos cabe hacer inquietantes preguntas. ¿Cómo se mide este sentimiento? ¿Cuánto de él debe tener efectos jurídico-políticos? ¿Con qué frecuencia se debe contrastar que el sentimiento sigue efectivo o ha cambiado como lo hacen los estado de ánimo? En esta resbaladiza superficie surgen otras muchas dificultades. ¿Qué sucede si un ciudadano o grupo de ellos no participa del sentimiento mayoritario en una parte del territorio al que se pretende aplicar para definir la nación? Y sobre todo, ¿en qué ámbito territorial se debe medir el sentimiento? Quizá en las artificiosos límites de la provincias definidas en 1833 por Javier de Burgos, o quizá en la no menos artificiosos límites de las actuales Comunidades Autónomas. La ambigüedad está instalada en la misma definición dada por el Secretario: “muchísima ciudadanía”.

El concepto político de Nación, con mayúsculas, requiere una referencia objetiva no opinable que se apoya en los criterios jurídico-políticos recogidos en la Constitución, la que todos los miembros de esa Nación se han dado, que se aplica a un territorio determinado y se refleja en el principio de soberanía. Soberana que necesariamente reside en el conjunto de los ciudadanos jurídicamente reconocidos como miembros de la Nación. Aquí no cabe sentimiento alguno.

El concepto cultural de nación, con minúsculas, es ambiguo y subjetivo en la medida que se refiere a los grupos humanos que comparten determinados aspectos culturales comunes. Es posible que estos grupos no tengan referencia territorial alguna, como sucede con la nación gitana.

Sin tener claro el contenido de estos complejos conceptos nos encontramos en el puro nominalismo. Qué importa el nombre quedemos a la estructura política de España, cuando lo que importa es su articulación bajo el principio de lealtad. Pero cuidado, porque en algún rincón recóndito de la mentalidad socialista parece que todavía anida lo aprobado, en su XXVII Congreso en 1976: “El partido propugnará el ejercicio libre del derecho de autodeterminación por la totalidad de las naciones y regionalidades, las cuales compondrán, en pie de igualdad, el Estado federal que preconizamos”. 


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