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Opinión / Tribuna

Lealtad constitucional

Por Javier Marcotegui

La Constitución española de 1978 ha cumplido con creces los deseos de convivencia que, con su aprobación hace ahora 40 años, los españoles depositaron en ella con mayoría apabullante. Fue apoyada por el 91,81 % de los votos válidos emitidos. 

Izado de la bandera de España en el Paseo de Colón, en Madrid, el Día de la Constitución
Izado de la bandera de España en el Paseo de Colón, en Madrid, el Día de la Constitución. ARCHIVO.

Lo fue en todas las autonomías, incluidas la del País Vasco y la de Cataluña. Solo hubo seis diputados que votaron en contra, uno de ellos por no recoger el derecho de autodeterminación, otros por cierta nostalgia con el régimen anterior.

El texto constitucional recoge los principios de Libertad y de Igualdad de los españoles. Éstos, como hermanos bien avenidos, decidieron superar los enfrentamientos violentos que, por razones diversas, venían planteándose entre ellos con cierta y macabra periodicidad en los 150 años anteriores. Hicieron valer, con una madurez y generosidad inusitadas, el principio de Fraternidad. Valoraron más el acuerdo que la gresca. Permitió, para asombro del mundo entero, transformar pacíficamente un régimen personal y autoritario en otro democrático sometido a la ley. Así pues, la Constitución refleja los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad y se integra en el catálogo de las constituciones modernas.

Con indudable claridad, por el paso del tiempo y por la necesidad de acomodación a la sociedad a la que sirve, la Constitución muestra la necesidad de modificar determinados contenidos para corregir algunas de las inapropiadas regulaciones. Así, entre otras cuestiones: determinar con mayor precisión el reparto competencial de funciones y servicios entre las Comunidades Autónomas y el Estado; recuperar para éste algunas competencias básicas para garantizar la igualdad de derechos y deberes de los ciudadanos; regular con mayor acierto la representación de los partidos en el conjunto del territorio nacional para poder alcanzar escaños en el Congreso de diputados; estructurar el Senado como cámara de representación territorial; introducir cuestiones que no estuvieron presentes en el ánimo del legislador constitucional y resolver algunas ambigüedades y textos provisionales que tuvieron su razón de ser en el momento de su aprobación.

Con indudable oscuridad, algunos reclaman configurar un Estado republicano y Federal y dejar en la cuneta de la historia la condición de Monarquía parlamentaria y la organización en Comunidades Autónomas.

Cuando quieren sustituir al Rey por un Presidente de la república será para atribuirle nuevas funciones constitucionales además del poder de moderación de las Instituciones y de representación del Estado, reservadas a la Corona. Tal es el caso de la república francesa y el de gran parte de las americanas. En caso contrario ¿qué es lo que se gana siendo así que la cuestión ya se planteó, debatió y resolvió? O quizá sí para alguno de los proponentes que sueña con ser alguna vez presidente de la República. Menos da una piedra.

Cuando aspiran a un Estado federal no pasan del nominalismo. La nuez del asunto está en el reparto de las competencias entre la Federación y los Estados federados. ¿Están dispuestos a definirlo con precisión? Si así es: mejor que un estado federal imperfecto en lo que ha terminado el Estado de las Autonomías, que en modo alguno garantiza la igualdad y la libertad de los españoles.

Lo que a la Constitución falta sin duda es lealtad a su sentido histórico; a su interpretación y aplicación real, a su condición de ley fundamental que informa y engendra las leyes ordinarias. Sin lealtad, los factores reales del poder -en España los partidos políticos, y en concreto los nacionalistas, que por exceso de representación condicionan en el Congreso la legislación general a su interés- transforman la Constitución en una mera formalidad escrita, una simple hoja de papel tal como señaló el profesor Lassalle. Además, no olvidemos que “cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”, como dijo el poeta. Lo malo es que la lealtad es una actitud social y personal cuya aplicación no es susceptible de ser exigida por el texto constitucional. Sin lealtad, pintan bastos.


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