• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Vuelo nocturno

Por Javier Ancín

Semana Santa y maletas. En la mochila llevo el libro ‘Vol de nuit’ de Saint-Exupéry que me compré hace unos viajes en la FNAC de la parisina estacion de Montparnasse, de donde salen los TeGeuVes que en Navarra no quiere los nacionalistas vascos que lleguen.

Un avión toma tierra en un aeropuerto en plena noche
Un avión toma tierra en un aeropuerto en plena noche.

Si no fuera porque el hombre convierte los aeropuertos en infiernos para el hombre, por los cacheos, los retrasos injustificados, sin información, por el maltrato en general a los que todas las compañías someten a los usuarios, serían sitios con magia, mirando por las cristales, buscando el secreto de por qué los aviones consiguen despegar. Despegar es casi un acto de fe.

Despegar es de lo poco que aún me conecta con mi infancia. De pequeño a mi padre le hacía parar en todos las pistas de despegue por las que pasábamos para intentar resolver el misterio.

El vuelo tiene dos horas de retraso, sin explicaciones. Retraso, y ya está. Ni se molestan en mentirte como otras veces: problemas técnicos.

Ante un problema técnico la gente se queda muda. A ver quién tiene valor para seguir montando el pollo porque te arreglen un avión estropeado. Problemas técnicos es la solución a todos los males. Delayed... hasta que despegas, que siempre lo haces a la hora, sea esa hora la que sea.

Llegaremos al destino más rápido que otras veces, dicen ya en el aire, y como estás de vacaciones todo te importa un carajo. El avión no sirve para citas a horas concretas porque rara vez llegas, el avión es un trasporte para ocio y si te lo tomas así, es maravilloso. Cuando he tenido que viajar por trabajo es mejor ir con un día de adelanto. O con dos. O coger el tren.

Salimos, y todo el cabreo, en cuanto corres por la pista, desaparece. Con eso cuentan, supongo, con que se te pasa, y dejan que te amargues la espera porque saben que no tendrá consecuencias. Dejamos la tierra a un lado, con una maniobra cerrada, al límite de ser demasiado agresiva para un avión civil, y vamos centrando el asunto hasta que las alas del cacharro se ponen a la par que el horizonte.

Debajo, un sistema circulatorio de luz: arterias, trombos, capilares, válvulas, heridas que parecen desangrar bombillas a borbotones. Despegar, y a un lado la tarde que cae y al otro la noche que surge. Desde la ventanilla, fila 19 de un Airbus 320 la luna es un sol, y el sol una línea en el horizonte, desparramada, metal fundido.

Hay nubes o bruma o estelas de otros aviones o vaho de una ducha caliente inmensa de algún dios, que está empañando el espejo gigante que quizás sea hacia donde nos dirijamos. El mundo es lo que el mundo quiera ser, sin preguntarte. No entendemos nada, por eso montamos en aviones y nos dejamos atraer por la falta de gravedad. Todo queda en suspenso, como las horas cuando miras el horizonte, después de un día de aguacero, desde diez kilómetros de altura, como ahora

Es un vuelo cómodo. Dentro, la gente parece tranquila, leen, duermen, charlan, escuchan música, ven películas. El avión, cabecea, reparte una pequeña sensación de intranquilidad de vez en cuando. No estamos seguros, tampoco inseguros, es la incertidumbre de la vida. Sólo es eso.

La muerte y los vuelos nos igualan, pero hay gente que no lo entiende. Tres filas más adelante un señor elegante, de unos cincuenta años, un jefe, un triunfador, alguien que piensa que lo tiene todo controlado, está nervioso. Llevo mirándole un rato. Primero se quitó la chaqueta, luego la corbata, se remangó la camisa, se ha soltado un botón más del pecho y se agarra fuerte a los reposabrazos.

A su lado dos jovencitas, quizás de primero de carrera, estaban mirando las fotos de una cámara, ajenas a ese drama cercano, felices, de vacaciones. Podrían hacerle zozobrar diciéndole sólo que parece que vamos a caer en picado. Eso bastaría para que perdiera los nervios que él sabe que (en tierra) son de acero. Aquí arriba todo cambia. Aquí arriba todos somos distintos en realidad. Hay otras reglas.

Aquí hay otros triunfadores y otros perdedores, otros sueños, otras ilusiones. El señor ha pasado a sujetarse la cabeza con los codos apoyados en sus muslos, sin que nadie le haya metido más miedo. No le importa que le vean porque tiene la certeza de que es el final, supongo.

Ojeo la revista de la compañía aérea sin fijarme mucho, pensando en cómo se tiene que ver el mar desde el cielo en noches como la de hoy, con una luna que se proyecta contra el suelo y camina junto a nosotros, por la ventanilla. Abajo brilla, ilumina de vez en cuando sobre superficies líquidas, proyectando los cráteres del satélite.

Seguimos. A cada segundo el paisaje cambia, ahora todo es una superficie con fuegos artificiales de color ocre, como islas de un archipiélago de luz de cobre. Arañas de color sepia, contra la tierra. El cielo ya está cerrado, como las puertas de un teatro con la función en marcha. Aquí arriba se está tan bien...

Los motores bajan la potencia, la luna gira, nos comemos la noche. Iniciando el descenso del vuelo parabólico, dos horas más y habremos terminado. Y eso es todo.


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