• viernes, 29 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Volvemos, qué remedio

Por Javier Ancín

Al final toca volver. Por muy lejos que te vayas, da igual si es en lo físico o en lo emocional, hay que sentarse de nuevo con los papeles y seguir enredando en la mesa de trabajo o en la del bar de la esquina.

Faro de la costa
"Noche, calor y faros... a eso huele mi veraneo y también mis sueños. Y a eso suena. Si aún pudiera, me haría farero".

Al final hay que volver, aunque sea solo para decir en casa que estás vivo. La realidad, esa cosa pringosa y veloz, acaba por encontrarte y no hay manera de quitártela de la piel ni raspando.

Y volvemos... pero aterrizando con suavidad, como al avión que no se le abre el tren de aterrizaje y toca tomar tierra con la panza. Como al pájaro Uyuyuy del chiste... que tenía los huevos tan gordos que cada vez que volvía al suelo hacia Uyuyuy antes posar sus credenciales tras volver de las alturas.

Mi padre me ha enseñado mil cosas. A viajar, por ejemplo, a meterme en las ciudades y no desentonar con el paisaje. No ser un turista en su burbuja sino a mezclarme, tanto, que muchas veces cuando paseo por calles desconocidas, mi mayor triunfo es que me confundan con un lugareño y me pregunten por algo: un restaurante, un monumento, una línea de metro.

Y si soy capaz de contestar correctamente, mi felicidad es ya completa, como si hubiera conseguido el quesito rosa del trivial, para mi el más puto.

Me gusta viajar porque mis padres viajaron conmigo, mucho. Y viajaron en una época donde conseguir una reserva de hotel o un apartamento o cualquier otro acomodo, fuera de una agencia de viajes -que no usaban-, era poco más que ir a Roma y darle la mano al Papa... de complicado digo, cosa que también hice, dicho sea de paso, con ellos. Tenía 15 o 16 años, cuando a través de un pariente jesuita, el cura de la familia, nos consiguió un pase para una audiencia en el Vaticano. Yo le di la mano a Juan Pablo II (te quiere todo el mundo), en Roma.

Aquella movida me ha dado mucho juego a lo largo de mí existencia. Soltar un, esta mano ha dado la mano de un Papa, antes de dársela a otro, por ejemplo, siempre es una buena fórmula para romper el hielo a martillazos. Por no hablar de otros escenarios más irreverentes, que también ha habido sus coñas, sus risas y sus caricias, pero eso es otra historia que no pienso soltar ni bajo secreto de confesión. Uno es un jodido macarra pero también un caballero... o un motero. Dejémoslo ahí. Mejor.

Mi padre también me enseñó los faros. Los faros son mi perdición, mi vocación primera. Cuando caía la noche y mi madre y mis hermanas dormían nos íbamos a buscarlos por la costa en la que estuviéramos ese julio o ese agosto. Esa música de luz silenciosa, a intervalos, era la banda sonora del verano. Noche, calor y faros... a eso huele mi veraneo y también mis sueños.  Y a eso suena. Si aún pudiera, me haría farero. Si aún pudiera, le iban a dar por el culo a todo desde un faro.

Si mi padre me enseñó a viajar, mi madre me enseño a saltar de los libros de arte que leíamos en invierno -como si las páginas las inflara en tres dimensiones como una maga- a la realidad. Recuerdo un paseo por Itálica, en  aquella Sevilla del 92, juntos, a 45°C, buscando mosaicos, tan feliz, que creo que allí me hice el historiador que luego medio fui. O una carrera bajo una lluvia cerrada como de plomo fundido para llegar desde el coche a la catedral de Santiago y poder disfrutar, empapados, deslumbrado, Stendhal hecho niño, del Pórtico de la Gloria del maestro Mateo.

Nunca he sabido cómo agradecerles todo eso, de vuelta de vacaciones, con dos faros más en mi colección, a mis años, y por eso escribo esto que espero que ni lean porque estén más ocupados en planear otra escapada, por que son un poco como yo, a su puta bola, y estas moñadas no les gustan una mierda. El próximo día ya hablaremos del gobierno, que hay más días que longanizas. Hoy me apetecía escribir de otras cosas. Y eso es todo.


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Volvemos, qué remedio