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Opinión / A mí no me líe

Aquellos Viernes Santos de mi infancia

Por Javier Ancín

De la mano de mi abuela recuerdo haber ido feliz con mi palma, agitándola mientras veíamos el paso de la entrada de Jesús en Jerusalén que, desde el palacio episcopal hasta la catedral, avanzaba majestuoso.

Para un descreído como yo, Viernes Santo ya sólo significa los acuerdos para Irlanda del norte que se firmaron con luz y taquígrafos entre gobiernos y partidos irlandeses e ingleses y se aprobaron vía referéndum por la población; nada comparable al apaño clandestino que se montó aquí el PSOE con la eta, es decir, el maltratador Eguiguren con el terrorista Otegi, que nadie sabe en qué han consistido más allá de lo evidente, que el PSOE y el partido de la eta son socios en gobiernos como el de Navarra y en la aprobación de presupuestos como los de Sanchez, para el  estado español de España.

Viernes Santo también fue la fecha elegida por Adolfo Suárez para legalizar el Partido Comunista, en el 1977, en plena transición, tan modélica como injustamente hoy denostada, un año y medio antes de que se aprobara esta sí, en referéndum por la ciudadanía, la constitución de 1978. ¿O fue Sábado Santo? Igual me da... en plena Semana Santa, con la gente llenando las playas.

Pero no siempre fue así, mi descreimiento, digo. Hubo un tiempo en el que la Semana Santa también era un tiempo especial. Para un niño todo lo que salía de lo ordinario era extraordinario y merecía su atención durante el recorrido entero, que empezaba el domingo de ramos y terminaba el domingo de resurrección.

Si me empeño en hacer memoria quizás no fueran ni tres o cuatro veces... ¿habrían llegado a cinco?, pero para mí la Semana Santa era un espectáculo grandioso siempre asociado a la mano de mi abuela. Yo en una y con la otra apretada en un puño contra el pecho, aquel eterno bolso Kelly azul marino de Hermès colgando del codo que sospecho sería de imitación.

De la mano de mi abuela recuerdo haber ido feliz con mi palma, agitándola mientras veíamos el paso de la entrada de Jesús en Jerusalén que, desde el palacio episcopal hasta la catedral, avanzaba majestuoso. Recuerdo luz, mucha, y calor... demasiado, y esa sensación de libertad infinita que me producía cada vez que me llevaba a misa en la catedral porque me dejaban a mi aire, dando vueltas por la girola sin la tortura de estar sentado en un banco frente al altar.

Si el Domingo de Ramos era la alegría de la luz, la procesión del Viernes Santo era el triunfo del barroquisimo. Era único el sobrecogimiento que me creaba aquel espectáculo teatral y religioso, con las velas y sus sombras oscilantes, los mozorros con sus capirotes, el silencio y la teatralidad mágica que era ver deslizarse sobre las cabezas, como flotando, aquella hilera de pasos de la Hermanad de la Pasión. Mi abuela siempre me instaba a pedirles caramelos a aquellas sombras que flanqueaban la procesión y mágicamente nos los daban a los niños, surgiendo un punto de color naíf en aquella atmósfera tenebrista, como de cuadro de El Greco o de Caravaggio.

Me gustaba todo aquello, me atraía ese juego de hacer que las calles mil veces transitadas fueran trasformadas en el escenario de una representación singular. Y me gustaba agarrarme fuerte a la mano de mi abuela para no perderme, arrastrado por la muchedumbre y la oscuridad. Quizás me acerque hoy para sentir un poco de todo aquello, de la mano de mi abuela que hace décadas que ya no está y a la que añoro siempre por esas pequeñas cosas como el tacto cálido de su mano suave y finísima, más que desgastada pulida por la vida, como de textura y el color de las figuras que procesionan cada Viernes Santo por las calles de Pamplona. Y eso es todo.


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