• martes, 19 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Los veranos del siglo pasado

Por Javier Ancín

Mañana se muere julio y aquí no ha pasado nada en este mes y medio. Aún, aún no ha pasado nada, te dices, como queriendo mantener una expectativa que sabes que quedará defraudada. 

Cada vez el verano dura menos. Yo a veces dudo de que siga existiendo. A mediados de los ochenta del siglo pasado no era raro que las familias se fueran a la playa más de dos semanas, incluso directamente el mes entero. Hoy el verano apenas dura unos días, una semana si tienes fortuna, en algún hotel de costa del que vienes y vas a la velocidad del rayo sin darte tiempo a memorizar ni los horarios del desayuno o el trayecto desde la habitación a la piscina. Antes te aprendías el nombre de todos los trabajadores con los que te cruzabas... y el nombre de sus familiares, empezando por los hijos, parejas e incluso suegras. ¿Me pones otro frigopié, Fulanito?

Antes todo era eterno. Terminabas las clases, recogías los suspensos y para cuando empezaba San Fermín envejecías sin darte cuenta tres o cuatro años. La primera vez que recuerdo que me salió barba fue en ese periodo de diez, doce, catorce días que iban del colegio a la plaza del ayuntamiento justo unos instantes antes de que rasgara el chupinazo el aire sobre nuestras cabezas.

Las propias fiestas eran un universo en sí mismo. Nueve noches. Una detrás de otra que caían con una prosopopeya que las hacía únicas. Cada una completamente diferente a la anterior pese a ser siempre la misma. Cada una con su identidad propia, con su firma, con sus volutas únicas y sus hojas de acanto singulares. Un conjunto de nueve columnas griegas con sus capiteles diferentes. Nueve órdenes: dórico, jónico, corintio, falcesino, cascantino, corellano, burladés...

Y cuando todo estaba acelerado como un cohete escapando de la gravedad de la tierra, llegaba el silencio, el tedio, el cierre total. Cada 15 de julio de los primeros años noventa del siglo veinte la ciudad moría como murió en marzo pasado con el confinamiento. O algo parecido, que entonces los confinados eran los negocios, las tiendas, los bares de copas que echaban el cierre y ya no abrirían algunos hasta septiembre.

Nosotros deambulábamos zombis por las calles sin saber dónde dejarnos caer. ¿Los cines seguían abiertos? Al menos alguno sí. Recuerdo haber visto Los Goonies en la pantalla de 120 metros cuadrados -qué exageración-, de los Carlos III uno de los veranos de mi infancia. Hoy por no haber no hay ni pisos tan grandes como aquella pantalla.

¿Cuántos veranos tenían antes los veranos? Mañana se muere julio y aquí no ha pasado nada en este mes y medio. Aún, aún no ha pasado nada, te dices, como queriendo mantener una expectativa que sabes que quedará defraudada. Hoy vivimos en un presente absurdo estival que en poco se diferencia de un presente invernal absurdo, a veces ni en el clima, que mientras escribo estas líneas el cielo está con ese color gris denso tan deprimente de Pamplona.

Quince días llevaríamos ya bajando cada mañana, en mi caso a la piscina Amaya, a pasar la calorina, porque antes hacía calor, bañándonos en las piletas que cada una tenían su nombre: la olímpica, la ele... desde las once de la mañana. Las once de la mañana era el momento en el que no sé por qué ya no había que pedir permiso a nuestros padres para zambullirse. Comíamos allí, padres, tíos, amigos hacían la comida, no recuerdo nunca a ninguna mujer acercarse a esas brasas de sarmiento, en aquellos fogones con las chimeneas tan altas y estrechas, así las recuerdo porque hace décadas que no las he vuelto a ver, como las torres de la sagrada familia de Barcelona: paellas, costilladas, caldereretes... Vivimos allí, como los conductores del atasco del cuento de Cortázar "La autopista del sur". Cada hora tenía mil minutos, cada día tenía mil días. Nos daba tiempo a enamorarnos y desenamorarnos varias veces incluso.

Antes aún quedaría la mitad del verano, ahora ya sólo nos queda la mitad del mismo. No ha comenzado agosto y ya es pasado. Y eso es todo.


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