• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

El último Dry Martini

Por Javier Ancín

En el Dry Martini no hay canon, todo es a ojo, la medida definitiva, perfecta, por inalcanzable.

Imagen de un Dry Martini. ARCHIVO
Imagen de un Dry Martini. ARCHIVO

Pamplona, marca el termómetro en la calle Iturrama cuarenta grados, como el whisky bueno... y el malo, para qué engañarnos. O la ginebra, que esa solo soy capaz de saber si es buena o mala cuando la mezclo con tónica, me la combinan en un Negroni -una parte de vermú rojo, otra de Campari y la tercera de gin- o en un Dry Martini, que es ginebrazo a saco y vermú seco en proporciones que le de la gana al barman.

En el Dry Martini no hay canon, todo es a ojo, la medida definitiva, perfecta, por inalcanzable. No está industrializado, es todo pura creatividad. Una asíntota vertical u horizontal de las que nos enseñaban en las matemáticas de tercero de Bup. Por mucho que te esfuerces no va a haber dos preparados iguales. La muñeca siempre volcará en la coctelera una gota más o menos, quizás media gota, que la vez anterior. A cámara lenta, como esa pelota que golpea en la red de tenis y asciende y no sabes de qué lado va a caer, en la película de Woody Allen Match Point.

Y mejor así, que sea el camarero el que decida, viéndote la cara de cliente habitual, la mezcla única que te conviene en cada momento. ¿Lo de nunca, señor? Eso es, lo de nunca, si es tan amable. Y vuelque como si fuera un carburador la dimensión óptima de gasolina y aire que mejor rendimiento saque al motor.

El último Dry Martini me lo tomé hace casi un año y medio, en el bar de Javier de las Muelas del hotel Gran Meliá Fénix, en Madrid. 1 de marzo. Lo recuerdo porque es la última vez que me he juntado con amigos a lo loco, de risas y abrazos revueltos, sin medida ni distancia, con más gente desconocida, terminando la noche de bares de los de antes, claustrofóbicos y repletos de sudor y vida y roces de hombros, brazos y cuerpos, perdón, disculpen, quiero llegar a la barra a pedirle otro, de lo que sea.

El último garito del que salí fue ese que hay clandestino en los bajos del hotel Casa Suecia, también en Madrid, y que ahora llaman Hemingway Cocktail Bar, porque era donde se metía el escritor en sus noches de bombardeos y truenos de su cabeza, antes de subir a su habitación, borracho como una cuba de ron, de la que era devoto, de Cuba y del ron cubano.

La última vez que estuvo en Madrid salió don Ernesto de ese hotel, regresó a EEUU y se pegó un tiro, dicen que con los billetes para viajar hasta Pamplona, y vivir unos Sanfermines más, en el cajón de la mesilla de su dormitorio. Quizás el sí que sabía que todo lo que le estaba sucediendo era ya la definitiva, sin repetición posible. Quizás él sí que pudo despedirse de una vida, su vida, a conciencia. Yo qué sé.

Yo no tenía ni idea de que esa vez iba a ser la última de muchas veces que no han vuelto a llegar o que si han llegado, han sido de otra forma completamente diferente. ¿Cuántos somos para cenar hoy? Más de cuatro por mesa no ponemos, reserva dos, que somos siete.

Luego yo también me subí a un avión, destino Pamplona. Mi compañera de asiento ya llevaba mascarilla y me miraba raro, nos mirábamos raro los que allí volamos, justo antes de que viniera lo que vino y que ya todos sabemos. Justo antes de que se nos cayera encima todo lo que se nos ha caído, que es la vida entera.

Ojalá devolverla a su sitio, aunque sea con cicatrices, esas cicatrices que los japoneses sellan con oro en los jarrones rotos antes de tirarlos, para recordar que han vivido, que siguen viviendo. Y eso es todo.


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