• viernes, 19 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

La 'podemita' Le Pen contra el 'ciudadano' Macron

Por Javier Ancín

Para mí Europa es un ente entre el disco festivo Achtung Baby de U2 y el inquietante, a veces, casi desasosegante, Ok Computer de Radiohead. Para la gente del común Europa ya solo es el chivo expiatorio sobre el que volcar sus frustraciones.

Los candidatos a la presidencia de Francia, Marine Le Pen y Emmanuel Macron.
Los candidatos a la presidencia de Francia, Marine Le Pen y Emmanuel Macron.

Los del burgo de San Cernin el euskera no lo conocemos, eso para los perdedores del arrasado burgo de la Navarrería tras la guerra de los ídem. En cambio, el idioma francés, allez Saint Cernin, lo dominamos bastante bien y nos permite seguir el debate televisado entre la Podemita Le Pen y el Ciudadano Macron sin subtítulos.

Menuda somanta de guarrazos se están dando antes de las elecciones. Ideas ninguna, mucho slogan y poca historia, pero navajazos todos los que quieras. Un aburrimiento, concluyo, la sangre ya no vende. La sangre sola ya no vende. Nos cansamos de todo, hasta de ver cómo revientan cuerpos a nuestro alrededor aunque sean de políticos y en la tele. ¿Qué es lo que provoca hoy? Ni puta idea. Yo diría que en realidad nada. Decir tacos. A mí madre le saca de quicio que escriba con tantos. Yo qué sé.

Los debates políticos actuales son un combate de ocurrencias donde gana el que consigue imponer la idea más disparatada sobre el otro y sus ideas disparatadas. Le Pen, la coletas francesa, va a muerte con sus francesitas populeras vacías pero que tienen un eco que ni el delay de la guitarra de The Edge en U2. Si no gana va a ser de milagro. Otra nacionalista más en Europa. Terror es decir poco.

Dos guerras mundiales nos comimos en el siglo XX por culpa del nacionalismo. Ay, Houellebecq, llévame pronto porque estoy hasta el gorro frigio de tanta cantamañanas. Yo a tu distopía del 2022 no llego. Llévame antes, S’il vous plaît.

Caigo en la cuenta de una cosa horrible, completamente desoladora... una cosa que hace tambalear todo el sistema político en mi cabeza. Soy seis meses mayor que Macron. Mierda, se me ha pasado también el arroz para ser líder mundial. Este año está siendo una bomba atómica tras otra en mitad de mi moral, joder. Terrible, todo terrible. Este año está siendo catastrófico.

En mitad del partido de mamporros inútiles me desconecto. Ya no soporto ni la política extranjera, con lo que yo he sido, estudiante de Historia y de Ciencias Políticas, entre otras vergonzantes cosas, me piro a mis cuarteles de primavera a recordar una historia.

Hace cuatro años, el domingo de la segunda ronda de las elecciones francesas, yo había pillado por la tarde un TGV en Hendaya porque había quedado en París para pasar unos días. Como buen europeista, he sido mucho de quedar en diferentes capitales comunitarias para celebrar la vida. El caso es que en mitad de Francia, creo que habíamos pasado Burdeos, un señor encorbatado, entre 45 y 50 años, talludito ya pero muy elegante, que estaba trabajando a mi lado con un ordenador portátil se vuelve loco.

Ha ganado Hollande, grita, ha ganado Hollande y la izquierda va a hacer de Francia un país mejor, un país blablabla que hará que todos blablabla... y se va por los pasillos a predicar la buena nueva de la victoria socialista. El TGV sigue avanzando camino de la capital francesa y el individuo que tras una llamada de teléfono se había vuelto majara perdido, regresa al vagón con un montón de cerveza y vino y vasos de plástico y empieza a repartirlas entre la gente. A mí me cae una birra, un abrazo y un beso en la mejilla... un nuevo mundo va a nacer de esta victoria de Hollande susurra al oído el tipo y me pone en la mano una lata de cerveza holandesa que aunque no es mi preferida, me la empiezo a beber por el qué dirán.

Ya verás cómo el mundo y este país es un lugar mejor dentro de cuatro años, antes de las siguientes elecciones, me suelta. El tipo se quita la corbata y empieza a agitarla como si fuera una bufanda de su equipo de fútbol. La euforia se apodera de la atmósfera y los pasajeros empiezan a aplaudir como si Hollande hubiera ganado la Copa de Europa de Fútbol en el último segundo. Yo me quedo loco con el espectáculo, pero me uno a él.

Allez les bleus, gritó con mi cerveza en la mano, como podía gritar viva México cabrones, qué más me daba, pero un tipo un poco atravesado, sería vascofrancés, me dice que no son azules, joder, que son rouges. Lo que quieras François, le digo, abajo Platini et viva Arconada, y sigo agitando mi cerveza con el resto del vagón cantando la marsellesa como si aquello fuera el café de Rick en Casablanca. Cantar la marsellesa a pleno pulmón, agarrado a los hombros de desconocidos, es de las cosas más emocionantes que he hecho en esta vida. He estado en fiestas salvajes más comedidas que aquella que se montó en un segundo, domingo por la tarde, recuerden, en aquel TGV con destino a la estación de Montparnasse.

Hollande, ¿quién es ese Hollande que ha mandado a casa a Sarkozy? Hoy puedo decir que no es nadie, entonces también lo dije: seguro que no es nadie, como todos los que le han precedido. Y no me equivoqué. Cuando bajé del tren medio lelo con tanta celebración, antes de pillar un taxi, quise andar un rato arrastrando mi maleta por las calles de París para sentir la ciudad y para despejarme un poco de las celebraciones que no iban conmigo.

Coches pitando y gente alegre en cada cruce, en cada boulevard, como si aquello fuera el inicio de una nueva era, como si hubieran ganado el mundial de fútbol, como si todos fuéramos a vivir más felices y con más pasta en un par de días. Trola puñetera. La felicidad de aquella gente vista con perspectiva, hoy que ya han pasado cuatro años y en los que nada ha cambiado sustancialmente, resulta grotesca. La política no hace milagros jamás, y mejor que sea así, porque los milagros son peligrosos por desconcertantes.

Al día siguiente, como tenía la mañana libre, decidí acercarme a ver el museo de Orsay, sin saber que la sede del partido socialista francés compartía calle, la rue Solferino, con uno de los mejores museos del mundo. Antes de entrar a disfrutar de todos esos cartones que hay de Toulouse-Lautrec, lo que más ilusión me hacía contemplar, fui a echar un ojo, curiosidad periodística, sin más, y solo vi los restos de una fiesta en forma de mil botellas de champagne sacadas del edifico en bolsas negras, inmensas, como las de guardar cadáveres en las películas.

La victoria, la esperanza, ya solo era una resaca. Y aún no había ni empezado la legislatura. Siempre la política es una resaca, y cuanto más elevada sea la esperanza, la borrachera, más resaca os va a dejar. Avisados quedáis. Y eso es todo.


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