• jueves, 25 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

De cómo partiendo de Coetzee llego a Pamplona

Por Javier Ancín

Libros que te llevan a libros que te traen de artículos y te dejan en el andén del presente, mirando el subir y bajar de la gente de trenes atemporales.

Una colección de libros en una biblioteca particular.
Una colección de libros en una biblioteca particular.

Descuelgo de mi biblioteca, dos pares de estanterías de IKEA hasta el techo haciendo esquina llenas de libros, el "Diario de un mal año" de Coetzee. Lo cojo cautivado por el sencillo y demoledor título, después de haber dejado a medias la Trilogía de Nueva York de Paul Auster por demasiada metafísica para esta etapa de mi vida. Lo tengo desde hace casi diez años y no lo había abierto.

Las bibliotecas son como las bodegas. Ya lo descorcharás cuando tengas que hacerlo, cuando realmente lo necesites. Hoy necesito un título así y leo y me gusta lo que leo, tanto, que abro mi cuaderno y anoto: “Que el ciudadano viva o muera no es algo que preocupe al estado. Lo que importa al estado y sus registros es saber si el ciudadano está vivo o muerto”.

Si pudiera volver al pasado metería esta cita en el artículo que escribí hace unas semanas sobre el desastre de atención psicológica que tiene el servicio Navarro de salud, pero el pasado es inalterable. Si en el pasado te rompieron los libros, con los libros rotos te quedas y si te dieron una hostia, con la hostia te quedas.

Es curioso, pienso, cómo los que van de progresistas en Navarra, son los que están continuamente apelando al pasado, esa institución completamente conservadora, por inamovible, para que les guíe en sus decisiones futuras. Si el pasado es inalterable las decisiones futuras basadas en él lo serán igual. El futuro lo tienen escrito desde hace siglos y no rompen con esa dinámica ni así les caiga un meteorito. ¿Quién es entonces el carca realmente? Pues eso.

Me gusta J.M. Coetzee por áspero, por árido, porque no deja opción a la esperanza. Escribe desde la explosión de una bomba atómica, incluso a veces cuando el hongo nuclear se disipa y compruebas que no están vivas ni las cucarachas. Todo es desolación y polvo suspendido.

En Matrix, por ejemplo, esa trilogía oscura, hecha de jirones de carne y tela, mitad irreal, mitad real, al menos durante unos segundos consiguen ver la felicidad del cielo azul antes de estrellarse en la nave para siempre. Coetzee ni eso te concede. ¿Merece la pena disfrutar del sosiego unos segundos o es mejor no haberlo conocido nunca? Da igual, al final todos morimos y nada de todo esto lo recordaremos porque los muertos no recuerdan.

El pasado es un muerto al que se le hace recordar. Él ya no recuerda nada. Por eso cada vez que oigo hablar a los nacionalistas me descojono tanto. Hacen recordar al pasado lo que ellos quieren, sacralizándolo, para proyectarlo en un futuro que ya lo tienen escrito, sagrado también.

El truco es sencillo. ¿Quién es el salvaje que puede cuestionar lo sagrado? Algunos de nosotros, claro. Su realidad, la realidad que nos han puesto, es un tablero de parchís con todas las casillas numeradas. Comprenderán por qué ya solo me interese el presente más absoluto. El ahora. La libertad del ahora. El ya y la libertad de bloquearles el paso a su novela decimonónica en el presente como único espacio de realidad, con una barrera que haga templar el misterio, el suyo, desesperándoles. ¿Puede haber mayor placer que subvertir hoy su sagrado universo, su destino universal de una forma tan simple? Por cierto, en uno de los capítulos del libro Coetzee habla de Ezra Pound, el poeta que compuso el verso La hora de despertarnos juntos que da título a la novela de Kirmen Uribe de la que hablé en mi anterior artículo. Qué cosas. Otra cita que para que no se pierda la escribo hoy, aquí, ahora. Y eso es todo. 


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