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Opinión / A mí no me líe

Centro de Delporte y gol de Aloisi

Por Javier Ancín

Aprovechando la visita de Osasuna a Madrid, he venido a despedirme del estadio Vicente Calderón. Uno de los lugares donde más feliz y más he sufrido con mi equipo, Osasuna.

Estadio Vicente Calderón en su último partido de Osasuna ante el Atlético de Madrid.  (2)
Estadio Vicente Calderón en el último partido de Osasuna ante el Atlético de Madrid en este escenario.

Me fascinan los estadios de fútbol, desde muy pequeño, cuando mi padre me bajaba para pasear por fuera del Sadar los días de partido. Las torretas de luz, la sensación de mareas y olas de sonidos que venían desde dentro.

Construcciones volubles, construcciones con un lenguaje de alegría, de expectación, de ánimo, de indignación, con sonidos de tristeza, con sonidos de euforia, con sonidos de gloria o de fracaso, con el sonido de los sonidos: el gol. Los estadios son construcciones vivas, son océanos de millones de gotas que van hacia una misma dirección sin que nadie las dirija.

Hasta que un día, diez minutos antes de que el partido terminara, mi padre me cogió de la mano y me metió por la puerta de la grada lateral. Era de noche pero de allí salía una luz inmensa, como si fuera más de día que los días.

Por fin veía lo que solo había sido capaz de oír, las gradas con sus 25.000 personas de pie, agitándose, las torretas de luz, pero aún faltan lo mejor. Mi padre me subió por encima del muro y por fin vi el césped, los jugadores y el sonido del balón cuando lo golpean, uno de los sonidos más elegantes del mundo. El prodigio estaba frente a mis ojos y el verde es el verde más intenso que recuerdo. Me agarré muy fuerte a la valla porque no quería irme de ahí nunca.

Entrar en El Sadar por primera vez, sentirme parte de él, reconocerlo, apreciarlo, es de los recuerdos más bonitos que tengo de mi infancia. Luego llegaron muchos partidos, el primero curiosamente contra el Atlético de Madrid, pero nunca tuve esa sensación de estar frente a un milagro como aquella en la que mi padre me metió a ver por primera vez el rojo de las camiseta de Osasuna.

Nunca he estado tan cerca del éxtasis, de lo sobrenatural, en aquel instante que me fue revelado el secreto. Quizás por eso en mi vida he cambiado de todo menos de equipo de fútbol, que lo sigo siendo, irracionalmente, como cuando mi padre me llevó a contemplar el incendio. Aúpa Osasuna.

Luego se acaba el partido, se vacía el estadio como una riada de sangre sólida que se escapa sin estridencias y el dragón se queda dormido, tranquilo, posado contra el suelo. Hasta el próximo partido que la hinchada lo llene de aire como a un globo que quiere subir al cielo. Me gusta la serenidad de un estadio en calma, por eso me he venido al Vicente Calderón, ahora que lo van a tirar para siempre, con tiempo antes del partido de Liga contra el  Atlético de Madrid, a despedirme del estadio donde Osasuna jugó el partido más importante de su historia competitiva, la final de la Copa del Rey del año 2005.

Este campo siempre me ha parecido un misterio. Ahora que se va demoler para siempre es como si nunca lo hubieran terminado. Una grada recta sobre una autopista y una herradura enfrente, como alejada, sin tocarse, sin llegar a abrazarse, o separándose, quién sabe, sin terminar de hacerlo nunca.

Desde la tribuna de prensa se alcanza a ver la catedral de la Almudena, las torres de la plaza de España y hacía la derecha, ese pasaje anodino de ladrillo rojizo que tan magistralmente ha pintado siempre Antonio López. Quedan cuarenta y cinco minutos y los porteros de los dos equipos ya están calentando, como ajenos a sus respectivos equipos. El portero va a su bola, desconectado de los diez jugadores restantes, como el campo, como su composición. A lo mejor tiene más sentido este diseño de lo que suponía.

La tarde está estupenda. Me recuerda mucho a aquel junio donde nos jugamos una copa y la perdimos con el Betis, en la prórroga, después de competir como salvajes durante todo el día. Sol, calor y miro el asiento exacto donde hace doce años me senté, es un decir porque me pasé el partido de pie, a dejarme la vida grito a grito. Siento una nostalgia extraña y me pongo a rebuscar señales.

Para llegar a la final que jugamos en este campo nos cargamos en semifinales a los dueños del mismo. ¿Y si hoy volvemos a hacerlo y conseguimos la tercera victoria consecutiva y nos embarcamos, de nuevo, en uno de esos milagros tan nuestros, tan de Osasuna? Nah, es imposible. Esta vez sí que la hemos dejado escapar, a la pelotita, muy lejos.

Comienza el partido, Osasuna sale con camiseta verde y pantalón blanco... como el Betis. ¿Otra señal? Ya no sé a qué agarrarme para mantener la esperanza. Sirigu va de verde fosforito y entonces me acuerdo, mal, de que en la poesía de Federico García Lorca el verde siempre simboliza la muerte.

Estamos muertos, pese a que hemos salido bien colocaditos y empujando, sin volvernos locos, pero siempre mirando a la portería de Oblak. Estamos muertos y es cuestión de tiempo que el atlético despierte y salga de la cueva y nos meta un zarpazo que nos deje temblando. Un par de internadas de los laterales rojiblancos por banda nos anuncian las intenciones homicidas. Osasuna defiende con un muro inicial de cuatro y un muro final de nueve. Seguimos.

Tiro desde la frontal del área, raso, a la derecha de la portería de Osasuna y gol de Carrasco. Gol del Atlético de Madrid. El muro se diluyó cómo se diluyen los muros de arena de las playas. Una escombrera en cuanto nos han agitado un poco con tres soplidos. Media hora ha durado la expectativa del milagro. Se acabó.

El Calderón ruge y Osasuna entra en una depresión horrible a base de intrascendentes pases en corto, un rondito inútil como de meterse bajo la cama y no querer salir ya más. Se acabó, ya da la sensación de que solo jugamos para defendernos de la goleada. Osasuna ha dejado de mirar a la portería contraria y ya es como ese boxeador al que solo le preocupa que no le metan un leñazo en el mentón que lo lleve a la lona.

Virgencita que me quede como estoy, o sea, perdiendo. En fin. Descanso. Estoy por irme yo también a una terracita a disfrutar del atardecer porque Osasuna hace minutos que se ha ido del campo. Ya nunca más volveremos a marcar un gol en la portería en la que Aloisi nos llevó a aquella prórroga mítica. Ahora atacamos, es un decir, la otra.

La segunda parte comienza con otro gol de Carrasco para el Atlético de Madrid y con la caída de la noche más amarga sobre Osasuna. Si todos los estadios rugiendo alegres se parecen, parafraseando el comienzo que León Tolstoi le dio a Ana Karenina, todos los equipos infelices tienen un motivo especial para sentirse desgraciados. El de Osasuna no sólo es irse al pozo de la segunda, que eso se da por hecho desde hace meses, sino hacerlo de la forma menos ridícula posible.

Tercer gol de los madrileños, Filipe Luis recibe solo, absolutamente solo, en el aérea pequeña, la cruza y para adentro. La defensa de cinco de Osasuna ha hecho el ridículo. Somos ya un clásico de la literatura rusa. Algo es algo.

El axioma es claro, cuando sales a empatar pierdes y cuando, como Osasuna en el Calderón, sales para perder pero evitando la goleada, pues pasa lo inevitable, que en el minuto 70 ya pierdes tres a cero. ¿Tres goles son una goleada? Alguno incluso hasta lo discutirá, cuando el verdadero drama es que Osasuna no ha tirado ni una sola vez a portería. El Atlético de Madrid para añadir confusión filosófica ha fallado dos penaltis en un minuto.

En realidad los ha parado Sirigu, los dos. El Segundo con un paradón magistral. Ya tenemos debate para la semana, ¿nos golearon?

Da igual, aquí habíamos venido a otra cosa, a despedirnos del campo donde Osasuna una vez tocó la gloria de una final de Copa del Rey.  Minuto  84, centro del Delporte y cabezazo de Aloisi que por un ángulo imposible acaba en gol. ¡Gol, gol, goooooool, gooooool de Osasuna!

Empate a uno y a seguir sufriendo, viviendo, recordando, añorando... A ver dónde estamos en el 2020, año del centenario de nuestra patria: Osasuna. Ojalá que estemos de nuevo en la gloria y no en el infierno que se nos abre. Adiós al estadio Vicente Calderón, donde Osasuna vivió su fiesta deportiva más importante un 11 de junio de 2005. Final del partido. Y eso es todo. 


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