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Opinión / A mí no me líe

Más música y menos nacionalismo

Por Javier Ancín

En una de esas cuatro o cinco vidas anteriores que he tenido, tuve la suerte de ver muchos conciertos desde sus espaldas, en las tripas, donde todo parece que es un caos y siempre parece a punto de derrumbarse.

Un momento de un concierto de Ángel Stanich
Un momento de un concierto de Ángel Stanich.

Al final todo sale no se sabe muy bien cómo y suena el espectáculo estupendamente y el público ni se entera de lo cerca que hemos estado del precipicio y se va contento a sus casas, a sus cosas, cuando todo ha pasado. Conocí a muchos artistas y estuve en muchos bolos. Lo malo es que cuando estás metido en el departamento de comunicación de un festival potente te enteras de todo pero no disfrutas de casi nada porque no te da tiempo a mucho.

De los pocos conciertos que tengo marcados, uno fue el de Ángel Stanich, cantante lisérgico de imagen surrealista devorada por su propio pelo y barba. Histriónico de voz chirriante, que tiene todos los elementos para ser un absurdo, una parodia, pero que se sobrepone a todo eso para emerger de la marmita donde se cuece hecho un músico genial y un letrista de primera.

Recuerdo que llegó a los camerinos con un trancazo descomunal, con una gripe febril de esas que dejan una estela verde a tu paso, como en los dibujitos de los críos. Yo creí que no podría ni calzarse la guitarra, pero entonces, iluso de mí, pidió un vaso de tubo lleno de whisky hasta el borde que dejaron los asistentes a los pies del micro, se colgó el instrumento, subió al escenario y dio uno de los conciertos más espectaculares que he visto.

Se bebió todo el whisky, se dejó el alma, se hizo fuerte tras cada estrofa y con cada acorde se volvió un gigante. Le tiré unas cuántas fotos desde dentro del escenario, hipnotizado, buscando más que un recuerdo cercano un objeto en el que buscar una explicación futura a aquel prodigio. No sé qué fueron de ellas porque desde que las fotos son digitales las pierdo todas y no pude dar con el misterio. En cualquier caso, me quedé impresionado del poder sanador, al menos momentáneo, que tiene la música. La música es el camino, me dije.

También recuerdo que una vez abajo, convertido de nuevo en mortal, no podía ni moverse y salió de allí camino del hotel destrozado y sin voz, tosiendo como un tísico pero satisfecho por haber hecho lo que había venido a hacer, dejar sobre aquel publico su esencia universal que solo producía al respirarla bienestar entre la gente. La música crea atmósferas que salvan vidas, producen concordia, empatía entre las personas y objetivos comunes por caminos compartidos. La música es donde todos somos iguales y diferentes. La música es el mejor lugar del mundo.

Cantar junto a desconocidos es crear otra sociedad, una sociedad puede que efímera, pero perfecta. Heterogénea y con conversaciones enriquecedoras por únicas, como cada sonrisa cruzada con esa persona que quizás no vayas a volver a ver jamás. Fugaz, sí. Nada dura eternamente, quizás sea bueno empezar a asumirlo, pero cuando se nos acabe esa sociedad, podemos organizar entre todos el próximo festival en el que volver a sentir ese momento precioso de un artista que se sube al escenario y hace que todo merezca la pena otra vez. Dure lo que dure. Lo importante es que no se detenga nunca la evolución. Una sociedad debe reinventarse cada segundo, buscando continuamente ese ideal que alargue cada ciclo un poco más antes de que se desvanezca y tengamos que empezar otra vez de cero.

Después de ir a un montón de conciertos y festivales este último año, mezclándome con decenas de personas cada uno de su padre y de su madre, con diferentes idiomas e inquietudes, ideas, he llegado a la conclusión de que la música es de lo poco que nos puede salvar como individuos y como sociedad. Quizás haya tantos festivales de música porque inconscientemente necesitamos compartir destino con gente diferente. La endogamia produce aberraciones. Las diferencias con un horizonte común nos hacen insuperables como sociedad.

Conocernos, tratarnos, es lo que más nos fortalece, y nos vacuna contra odios abstractos que no nos llevan más que a la destrucción. Quizás sea hora de montar un gran Erasmus interno para conocernos mejor, disfrutar juntos, ponernos caras y nombres y así vivir más tranquilos, compartiendo espacios con naturalidad, como hacemos en los festivales de música donde no he visto jamás ninguna pelea.

Esta mañana he escuchado en el programa de Virginia Díaz, 180 Grados, en Radio 3 un par de canciones del nuevo disco de Ángel Stanich: Antigua y Barbuda. Una de ellas llamada Le Tour’ 95, último en el que Indurain llegó de amarillo a París, que me ha parecido una sencilla obra de arte. Ciclismo y unos buenos guitarrazos, animándote a seguir avanzando, aunque estés solo y jodido, como el corredor de fondo en su bici, como lo estaba él en el concierto que he contado, como estaba yo hoy, rodando por paisajes nuevos pero tan conocidos, en la tercera ascensión a San Cristóbal de la mañana y que sin esa canción hubiera puesto pie a tierra a la mitad.

Me alegro de no haberme bajado de la bici y haberlo conseguido. Quizás haya esperanza hasta para un nihilista misántropo fatalista como yo y podamos bajar un par de piñones, incluso meter plato grande si suaviza la pendiente y avanzar sin pausa. Mañana sale el disco y no veo el momento de escuchar de nuevo la canción, pedaleando, hasta que me sepa la letra de memoria, todas las letras, hasta que lo vea de nuevo en directo, hasta que consiga subir cuatro veces seguidas a mi montaña particular, hasta que el otoño sea un poco menos otoño y un poco menos invierno y un poco más primavera, de nuevo verano y volvamos a los conciertos a buscarnos todos, cada uno llegados de una punta. Hasta que nos volvamos a llamar todos sociedad, de nuevo. ¿Lo conseguiremos? Habrá que intentarlo... Y eso es todo.


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