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Opinión / A mí no me líe

Una mañana de verano en la librería Lagun

Por Javier Ancín

Las librerías nunca deberían desaparecer, también por esta función médica de la que casi nadie prefiere hablar, pero que tan importante es.

Imagen de archivo de una librería. NAVARRA.COM
Imagen de archivo de una librería. NAVARRA.COM

Las librerías como islas seguras protegidas por el mar que las rodea, como faros sólidos de muros infranqueables, como la casilla redonda del parchís donde no te pueden comer.

Volver a una librería como las de antes es pasear por calles únicas, estrechas, con sus comercios singulares sin publicitar, como ropa interior colgada en un patio de vecinos, casi en secreto, alejadas de esas avenidas peatonales que hoy son la misma en todas las ciudades. Las mismas franquicias, papeleras, bancos, losas... la misma gente, la misma ausencia de algo real. El mismo olor que no existe porque ya las ciudades no huelen a nada. Ni malo, ni bueno, ni indiferente. Cero.

Antes te encontrabas con olor a churros o a croquetas, con olor a serrín desde la calle cuando algún paisano abría la puerta, cuando a los bares se les echaba serrín por el suelo los días de lluvia que en Pamplona es como decir a todas horas de la semana. Cuando éramos pequeños olía bien hasta el hielo de las pescaderías.

Walden en Pamplona y Lagun en San Sebastián, con sus libros pareciera que siempre exclusivos, -si ese volumen desaparece en manos de otro comprador nunca más podrás encontrar otro igual porque no existe otro impreso-, son las librerías que más frecuento. Pasar con el dedo por los lomos como si fueran animales vivos, acariciando su piel, y dejarse llevar por el calor y la vibración antes de permitir que te elijan a ti. Este, este me obliga a que lo saque del resto, lo lleve a la caja y le enseñe el mundo, mientras él me enseña el suyo.

En las grandes cadenas los libros huelen a moqueta, en las librerías aún conservan el aroma a lignina que cuando se descomponga por los años transcurridos dará a sus hojas ese característico olor a vainilla de los libros ancianos.

Para los que somos agorafóbicos, acogerse a sagrado de una librería siempre ha sido el mejor ansiolítico. Saber que cuando estás en la intemperie de una ciudad desconocida, siempre puedes buscar el refugio amigo de una tienda de libros, tranquiliza mucho todos los paseos. Si la angustia aprieta, el cuerpo hiperventila y el corazón bombea más de la cuenta entre los libros sabes que está la serenidad perdida.

Si no llega a ser por estas librerías anónimas, miles de ansiosos nunca habrían salido de casa, sabiéndose desamparados ahí fuera. Las librerías nunca deberían desaparecer, también por esta función médica de la que casi nadie prefiere hablar, pero que tan importante es. Te llevas un libro como ancla a la serenidad, como salvavidas, como rompeolas y vas tirando por la acera -derrota sin derrota, derrota de nuevo con victoria- contento de no haber terminado esta vez tampoco como un pecio en el fondo del mar.

Esta semana llegué a San Sebastián para regar las plantas que tengo en casa y abrir las ventanas para airear las habitaciones. Terminé en Lagun, mirando los libros, enseñándoles las cicatrices para que me se organizarán entre ellos y me eligieran. Al final me cogió la mano "San Sebastián Blues", un poemario del autor donostiarra Karmelo C. Iribarren, editado hace unos meses por Papeles Mínimos, y me llevó hasta un banco de la plaza del Buen Pastor.

Sentado, lo abrí al azar, despacio, esperando descubrir el porqué. No hubo que buscar mucho. Allí estaba, en un poema con el mismo título, "Plaza del Buen Pastor, octubre". Octubre, como tu cumpleaños. Qué curioso. Y eso es todo.


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Una mañana de verano en la librería Lagun