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Opinión / A mí no me líe

La muerte de una librería en Pamplona

Por Javier Ancín

La melancólica es un piano de fondo en la radio y un café de cafetera italiana suave, con leche, sin azúcar, que va cayendo por dentro como un antídoto contra el martes 13.

Imagen de la librería Gómez de la calle Pío XII de Pamplona
Imagen de la librería Gómez de la calle Pío XII de Pamplona. FOTO: BLOG EDUCAR SIN VARITA MÁGICA.

A las cocinas solo se tendría que poder entrar en pijama, pienso. No hay más hogar que donde siempre hace calor y hay lumbre y se puede ir en pijama. El sol pega ya fuerte pese a lo temprano del día. Si pudiera elegir un tiempo, tiempo lírico, me quedaría con este de junio, donde se terminaban las clases y aún los Sanfermines no lo habían puesto todo patas arriba.

Es la época del año que más me gusta. Esa explosión de luz del sol es donde mejor se cicatriza, como en el mar. Lo sé porque he adorado demasiado la noche. Noches de las que venimos arañados, lacerados y sanguinolentos, rajados por todos los sitios, sitiados, para curarnos una mañana de junio con el sol en todo lo alto. Mis junios eran también tiempo de suspensos. Lo tenían todo. Incluso yo nací al final de un junio. Para qué más.

Me he ido apartando de las noches y rescatando mañanas que estaban ahí, escondidas. Recuerdo las mañanas, eran todas las mañanas en realidad de un junio de COU donde no pude hacer la selectividad por un par de suspensos traidores, en las que me acercaba al Café Vienés con un libro y algún periódico (luego siempre terminaba leyendo alguna revista de viajes), cuando el Café Vienés aún existía, cuando no habían borrado de Pamplona aún la delicadeza y podías sentarte suave a leer y fumar y tomar café melange con un espectacular strudel de manzana.

Veladores de mármol, sillones de muelles tapizados de terciopelo gastado, suelo de tarima y el cartel deshilachado de Víctor Hugo suspendido sobre una estufa de hierro preciosa que nunca vi encendida. Me hubiera gustado quedarme con aquel destartalado cartel pero lo han tirado a la basura los nuevos dueños porque, según me contaron, estaba viejo y no valía para nada. Las cosas que no sirven para nada son las que hay que guardar, imbécil.

Estoy por fundar la cofradía de las almas pamplonesas que hubieran querido conservar el dibujo aquel en sus casas, custodiarlo más bien, para que los que vengan en el futuro tengan una reliquia en la que llorar. Pamplona tuvo tiernos salvavidas en los que refugiarse en mitad de las tormentas de cada uno. Hoy no encuentro nada que flote. Cierro los ojos y acaricio de nuevo esa tela, oigo cómo se posa sobre la mesa la bandejita plateada cuando el camarero europeo con mandil blanco hasta el tobillo la suelta. Qué civilizados fuimos hasta hace no mucho. Los noventa del milenio pasado tampoco fueron hace tanto. Qué europeos intentamos serlo, rodeados de mierda, y qué bien se nos dio a algunos fingir que lo lográbamos. Qué fracaso más grande somos hoy.

Me crié sentimentalmente entre esas visitas a la Taconera estival y las escaleras de caracol del pequeñito café Iruña que subían al cielo de los cafés en invierno, cuando apretaba el frío y la angustia por el qué será de nosotros mañana llovía a cántaros. El futuro ya ha llegado y no ha sido nada. ¿Qué ha sido de nosotros? Íbamos de conciertos a mil bares y a cafés a descubrir el arte cargados de libros. Unos escribíamos y otros ponían música. Era infantil y divertido. Buscábamos un camino, al menos. Hoy es todo más prosaico.

Somos un escrito de funcionario municipal puesto a dedo redactado a mano con mala letra, repleto de participios acabados en "au". El orgullo del "au", eso somos. ¿Cuándo se jodió Pamplona? Yo soy como Pamplona, Zavalita, me he jodido en algún momento. Pienso: ¿en cuál? Pamplona jodida, pienso, todos jodidos. Pienso: no hay solución. Ninguna, Varguitas, ninguna solución.

Dentro de un par de semanas llego a la mitad de la vida, y aunque muera al día siguiente, no habré muerto más que un día después del mitad de mi vida. Es junio y lo disfruto todo lo mejor que puedo por si toca caer en combate, eso sí, cada vez más alejado, como si Salinger me hubiera poseído por completo. Eso es todo lo que sé ahora mismo. Bueno, también sé, que cierra la librería Gómez, cuatro librerías con sus cuatro locales bajo un mismo nombre en realidad, donde tuve mi primer trabajo, y ojalá hubiera sido el último.

No fue durante mucho tiempo porque era joven y me piré a ver mundo al cabo de menos de un año pero suficiente para aprenderlo todo. Es la única vez que he cobrado una extra en mi vida, por cierto, aquellas navidades en la que me la gasté íntegra en comprarme libros porque teníamos los trabajadores un 35% de descuento y se me hizo la boca agua. Comprar libros siempre ha sido mi mejor ansiolítico, mi sonrisa de trankimazin, por eso tengo una biblioteca bastante grande para un nómada chalado como yo que de vez en cuando le da por hacer cajas con ella. Solo tengo libros, muchos, que a veces no leo porque solo quiero tenerlos. Ya los leeré pero luego no leo o todavía no leo. Una armadura de celulosa tengo y ahí me atrinchero y con ella me protejo.

Me acuerdo mucho de Lucía, mi jefa, y de cómo me enseñó a envolver libros para regalo y de cómo me enseñó todo en realidad, mientras fumábamos mucho (antes se fumaba hasta en las librerías), y colocábamos las novedades y sacábamos de concurso a los autores que menos nos gustaban para tener sitio.

Lucía murió, como todo va muriendo en esta ciudad. Aquello sí que me jodió, Zavalita. Cuando me enteré me puse muy triste. Lloré ácido y alquitrán o tinta o algo muy negro que corroía piel y alma. Lucía, que tenía una mala hostia cojonuda contra todos, a mí me trató con un cariño enorme. Le caí bien y me adoptó, siendo yo un criajo recién salido de la universidad. Me lo enseñó todo del mundo de los libros.

Cuando le conté que dejaba el curro y me piraba a Madrid me dijo que lo sabía desde el primer día que me vio. Me regaló un libro que aún no he leído de un tirón por si necesitara hacerlo de verdad alguna vez. Sabía que me iba a ir pero aún así perdió el tiempo en enseñarme ese mundo que es el único en el que vivo tranquilo. A veces, cuando todo se pone peligroso y oscuro, áspero, abro ese libro y leo al azar un par de páginas para calmarme. Lucía me envolvió el libro porque se lo pedí, me dio un abrazo y ya no volví a verla nunca más, aunque siga abrazándome. Media vida conociendo a gente y ahora toca la otra mitad, la de ir despidiéndonos. La vida ya va en serio. Me doy por enterado.

Hoy no hay tristeza, solo es la constatación de que la tragedia es imparable. Me rindo, porque ahora sí, por fin, comprendo que quien se rinde descansa. Muere la última librería que solo vendía libros. En Pamplona ya solo quedan librerías politizadas y políticas, librerías en las que los libros no son los protagonistas, solo son una excusa para venderte algo más, y sí, incluso esa en la que estás pensando.

No me la nombres como coarta porque nunca le he pillado el truco las tres o cuatro veces que he ido. En Pamplona ya solo hay... ¿qué hay en Pamplona para los que necesitamos cíclicamente sentarnos a lamernos las heridas y descansar, rendidos, en un ambiente delicado, con matices suaves, con bordes redondeados? Siempre nos quedarán estos días de junio, supongo, aunque ya no tengamos nada más, y el aeropuerto, para salir pitando de aquí. Y eso es todo.


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