• martes, 16 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

La superluna azul

Por Javier Ancín

Soy un lunático, esto dice mi horóscopo -por echarle la culpa a algo en lo que no creo-. Cancer. Lunático. El caso es que veo una luna -imagínate con la superluna azul que acabamos de vivir- y me quedo hipnotizado, con la fijación con la que me gustaría mirar el sol.

La luna y todo su ciclo creciente y menguante.
La luna y todo su ciclo creciente y menguante.

Colecciono lunas, de todo tipo. Lunas que suenan, como las de Van Morrison, REM, Bowie, Police... Lunas de cine como la de Melies o de cómic, como la que explora Tintín.

Lunas, como la de Granada remontando el Albaicín, prendiendo la mecha de la Torre de la Vela, en la Alhambra, iluminando la noche y el Darro que susurra porque no hay nadie, arco tras arco, acompañando a los tristes por su paseo líquido, liquido, que te liquida. Si alguna vez tienes que empezar una depresión, a veces no queda otro remedio, vete allí a darle fuego, una noche vacía de luna y lluvia.

Si hay que reventar, hazlo a lo grande. Te vas a morir igual... así que métele toda la belleza que puedas al momento. La luna vino a la fragua con su polisón de nardos. El niño la mira mira. El niño la está mirando.

Como aquella luna de Santiago de Compostela, un día de mi cumpleaños de 1993, donde apoyada la cabeza en el muslo de una morena de pelo rizado -éramos unos críos-, en la puerta de la azabachería del crucero de la catedral, vi la luna por un lado y por primera vez la vía láctea, toda para mí, ahí arriba, reflejando el camino al completo que acabábamos de recorrer, desde Roncesvalles.

Luna como la que conduciendo una noche por la autovía de San Sebastián, me llenó de luz el coche, me acompañó en silencio, de frente durante todo el trayecto hasta Pamplona, guiándome desde el tanatorio del que venía, con los ojos esmerilados, iluminando el suelo como no recordaba que una luna pudiera iluminar, para que no me perdiera.

Por tener, tengo lunas que no son exactamente astros. Aquella vez cuando a 120km/h entré en una granizada y el coche se puso en órbita, sin que pudiera hacer mucho más que esperar el impacto, destrozándolo contra los quitamiedos, como una bola de pinball sintiendo cómo el hielo que caía a plomo reventaba la luna trasera por el camino hacia ninguna parte, y la delantera quedaba deformada.

Luna convertida a martillazos en mil constelaciones de cristales esparcidas por los asientos. Salí del coche milagrosamente ileso y en mitad de la tormenta, me puse a contemplar la belleza del estruendo y el caos de cómo un coche se puede destrozar tanto en tan pocos segundos.

Lunas como esa que surge con un clic, casi como dándole a un interruptor, sobre el Viaducto, con la Casa de Campo como un mar verde en calma, entre el atardecer y la noche. Un beso o beso y medio y donde estaba el sol ahora está la luna. Así de trepidante y vital es Madrid. Parpadeas y todo ha cambiado.

Como la de Nueva York, que nos iluminaba como si fuera un foco de Brodway o la de Roma, veraniega, colándose entre los pinos de la Via dei Fori Imperiali, junto al mercado de Trajano, con el Coliseo al fondo.

Corría yo contra la luna, viendo ese disco medio naranja inmenso frente a mí, cuando pasaba por la Casa Misericordia y me he acordado de todos mis familiares que fueron ahí a morir. En realidad sobre todo me acordé de mi abuela, la señora que me enseñó a ser un puto punkarra, desde antes de entrar en el colegio, y a reconocer qué es la libertad.

Corrí, mucho, persiguiéndola, y después de dar la vuelta al seminario, rendido, entrando desde la cuesta de Beloso al parque de la Media Luna-luna, el niño la mira mira, el niño la sigue mirando, me fijé en una pareja de cincuentones que tenían un camarón en un trípode con el obturador abierto a chorro. Se hacían carantoñas y reían mientras la luna les pegaba en la cara, como si todo mereciera la pena. Y lo merecía. Pamplona estaba de tregua en mitad de una noche perfecta: clara y suave, trasparente, pese a ser invierno. La luna se alzaba sobre la ciudad cayendo su claridad como un manto cálido por sus calles. Nada malo puede pasar hoy.

Hace poco vi la nueva película de Alex De la Iglesia, Perfectos desconocidos, y que tiene por protagonista esa misma luna que hoy vemos. La miran desde un ático en Alonso Martínez los protagonistas, cada poco tiempo. Fui a fotografiar al día siguiente el edifico porque me gustó la peli, Madrid y la luna. Y porque termina bien, como hoy, que también termina con un final feliz Pamplona.

Ya en casa, aún sudoroso y con la respiración no del todo calmada, recibo un WhatsApp de uno de mis mejores amigos: hace una hora que ha nacido la pequeña A. Justo cuando la luna estaba más bonita, pienso, ahí arriba. Ya tengo otra luna más, para siempre. Y eso es todo.


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