• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Mi generación del 77

Por Javier Ancín

Como ya no sé ni dónde vivo, domicilio habitual en una mudanza traumática desde hace meses, para saber al menos por dónde ando he decidido pernoctar en vez de en el espacio en el tiempo, en los días de la semana.

Cuadro del artista pamplonés Fermín Urdánoz
Cuadro del artista pamplonés Fermín Urdánoz

No hay más patria que el calendario para mí. Este pasado viernes, viernes como ciudad, como comunidad, como país, tocaba visitar Pamplona. La generación del 77 ha comenzado a caer en la cuarentena y hemos empezado los fastos que se prolongarán durante todo el año.

Un par de amigos cerraron un bar y dieron la primera fiesta de cumpleaños de la nueva década. Estuvo bien. Tranquila. En realidad ya todo es muy tranquilo. La felicidad de lo tranquilo, supongo, aunque a mí me guste aún la velocidad y la intensidad. Todavía no me resigno.

El caso es que me encontré con colegas del colegio a los que veo de lustro en lustro y fue agradable. Muchos saludos, muchas sonrisas, también alguna rutinaria mirada recibida con desdén de gente con la que no he conectado nunca, pero en conjunto fue una muy buena noche. Sobre todo hablé con Egoi y con Fermín.

A Egoi, que toca en un grupo, le di una chapa tremenda con todos los descubrimientos de grupos que he ido haciendo estos meses. Copa de vino en mano y motivado, toda la energía la centro ahora en la música, parezco esos niños que acaban de aprender a leer y lo leen todo en voz alta, como si creyeran que ese hallazgo tuviera que ser predicado porque no lo conocen los demás. Iluso.

Ellos ya estaban en el secreto, el que te has incorporado tarde eres tú, melón. A veces lo olvido y me entusiasmo demasiado compartiendo con la gente las cosas que me gustan. Gracias por tu paciencia, Egoi, y si lees esto que sepas que lo estoy escribiendo escuchando El columpio asesino.

Con Fermín me pasó lo contrario, quería oírle y aprender. Yo no sabía que Fermín era pintor hasta hace relativamente poco. Ha sido una sorpresa inesperada y muy grata. Fermín Urdanoz es un pintor que de la violencia del trazo, de la angustia del brochazo consigue crear unos rostros extraños, a veces dislocados, pero siempre humanos. Diferentemente serenos siempre.

Duplicados, triplicados rostros, gestos, deformados pero jamás cayendo en lo grotesco. Deformados para conseguir que sean tan reales como un reflejo de tu cara en un cristal, aunque no puedas reconocerte en ellos puedes buscarte en ellos. Rostros hechos para encontrarse con todos los planos de lo que eres. Rostros como mapas universales.

Siempre buscándose, siempre explorándose para conseguir un lenguaje pictórico propio. Me contó que por fin se está encontrando como creador, se está reconociendo en cada línea. Cada fragmento de lo que posa en el lienzo me dijo que por primera vez lo siente plenamente suyo y eso le alivia, le reconforta. Cuando ya no hay máscaras tras las que nos escondemos y nos desnudamos como creadores asusta, porque eres muy vulnerable, pero también te produce una extraña alegría, algo así como esto es lo que hago y he dado lo mejor de mí para hacerlo y me alegro mucho de haber completado el recorrido. Le interrogué todo lo que pude sobre su proceso creativo.

Estuve hablando un buen rato con él porque me encanta lo que hace y no había tenido oportunidad de decírselo. Nos conocemos desde hace más de 30 años y creo que es la primera vez que hablábamos en serio. Me estuvo contando de dónde nace ese impulso nuevo, de como una enfermedad que lo tuvo un mes fuera de combate le ayudó a sacar todo eso. Es curioso lo íntimamente que va ligada la enfermedad al arte, pensé, porque yo ando un poco en lo mismo, pero no le dije nada. Le dejé hablar, quería escucharlo todo. Me fascina charlar del proceso que termina en una obra.

Me ayuda a sobrellevar mi propia angustia de la creación. Crear es una angustia que produce sobre todo frustración. No hablo de la calidad, la calidad es otra de la que no pienso hablar hoy, mucha gente por aquí ya se encarga de recordarme a diario que escribo fatal y se lo agradezco porque me ahorran tenerlo que avisar yo. Hablo del acto íntimo de la creación, de los mecanismos que se activan dentro de uno cuando pasa de la idea al objeto, a la canción, al cuadro, al texto.

Cuánto de la idea primera acaba saliendo y cuánto se queda sin nacer, por incapacidad, por miedo al qué dirán, por miedo a ser tú, por miedo al fracaso, por miedo a la crítica despiadada, por miedo al miedo, al abismo, en última instancia. Crear es perdonarse lo creado, siempre imperfecto, y convivir con la frustración de lo que no has conseguido crear de manera perfecta.

También hablamos de las dificultades en esta ciudad para abrirse camino y de cómo de los proyectos que le llegan siempre son de fuera, algunos incluso de ciudades más pequeñas que Pamplona. Él lo cuenta con tristeza, yo ya con indiferencia. Él aún cree en esta ciudad y piensa que hay que educar a la gente para que pueda elegir, guiarla por los infinitos caminos de la estética, enseñarles con paciencia todos los mundos que existen con la esperanza de que la ciudad mejore.

Yo ya no espero nada, yo no creo en nada y pienso que nadie nunca va a aprender nada nuevo aquí. O quizás sí que hayan aprendido pero eligen sistemáticamente lo más cutre. No lo sé.  Esta ciudad para mí no tiene remedio. En realidad nunca lo ha tenido y cualquier intento modernizador, el que sea, aquellos Encuentros del 72, que unieron a fachas y etarras por igual para reventarlos y que no se volvieran a repetir y no se repitieron, o esas preciosas casitas modernistas del primer ensanche, tres o cuatro, ni una más, siempre se han quedado en anécdota.

Cada vez que sale un brote de una Pamplona diferente vanguardista, puntera, termina pisoteado. El terror al progreso que tiene esta ciudad es su gran seña identitaria, por eso yo ya he decidido marcharme poco poco. Fermín por el contrario seguirá pintando e intentando crear una Pamplona mejor porque él es buena persona y le gusta su ciudad. Yo iré por allí cada vez más como una sombra, hasta que no deje ni sombra y ya no vuelva nunca, porque yo en Pamplona ya no soy ni persona, ni buena ni mala. Y eso es todo.


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