• jueves, 25 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Feliz día de Reyes

Por Javier Ancín

El columnista Javier Ancín recuerda su infancia y la magia de Melchor, Gaspar y Baltasar.

Los Reyes Magos llegan al Navarra Arena con la obra "Stella" entre una gran multitud de niños. MIGUEL OSÉS
Los Reyes Magos llegan al Navarra Arena con la obra "Stella" entre una gran multitud de niños. MIGUEL OSÉS

Recuerdo que estaba tumbado en el sofá, casi a oscuras, con la única iluminación de unas suaves luces de Navidad, una espiral que baja en forma de estrellas sepia casi blancas por el pino que está puesto en un rincón de la sala. De las cristaleras de las ventanas a mi espalda solo entraba silencio y vacío negro. Toque de queda. Toque de nada.

Desconozco si ya era hoy o aún era ayer. Sé que estaba triste, como casi siempre en los últimos tiempos, recordando a mi abuela, que vivía con nosotros cuando yo era un crío. Eladia... Eladia Saldise. Llevo una temporada que la echo completamente de menos, tampoco se muy bien el motivo, porque murió hace mucho. El caso es que añoro casi a diario poder ir corriendo por el pasillo para abrazarla hundiendo la cabeza en su mandarra como cuando algo me asustaba. Ella antes de acariciarme la cabeza y calmar mis angustias se secaba las manos que siempre las recuerdo húmedas de cocinar. Mi abuela olía a todos los platos que añoro de niño. Mi abuela era siempre un refugio en mitad de la tormenta.

En mañanas de 6 de enero, cuando despertábamos y el salón era un jardín de regalos ella nos miraba sonriendo rasgar papeles entre gritos como quien desentierra tesoros. Solo recuerdo de adulto una alegría parecida un verano, cuando en una campaña arqueológica a la que me invitaron, en el exterior del castillo de Tiebas, saqué de la tierra seca una asa de vasija o de jarra hecha de cerámica vidriada verde con forma de cabeza de dragón. No sé qué habrá sido de ella pero en aquel caluroso verano, también me acordé de las frías mañanas de invierno en las que mi abuela nos miraba sonriendo rasgar papeles y abrir regalos, locos de felicidad.

Pero volvamos a la noche. Volvamos a la espera sin mucha esperanza de que los Reyes pararan en mi balcón y se llevaran mi carta, que esta vez no había tenido ganas de escribir hasta que ya era demasiado tarde. Queridos Reyes Magos, como hace demasiado que no he sido bueno, no quiero nada, solo que le digáis a mi abuela que... y es entonces cuando me debí de quedar dormido.

Cuando he despertado hace un rato, vestido aún, la mente la tenía aturdida y cansada, como de haber soñado mucho, como de haber librado una pelea contra nadie durante horas, quizás milenios que caben en un minuto.

Todo seguía igual, el cursor parpadeaba tras el ‘que’, con la frase inacabada, el zapato estaba huérfano y al fondo del horizonte clareaba ya. La noche terminaba como había empezado, con más pena que gloria.

En casa no tengo nada salvo libros. Muebles blancos, paredes blancas, estanterías blancas y muchos libros. No he hecho otra cosa en mi vida que comprar libros. Solo sé comprar libros. Es lo único que me reconforta y me abriga, el color desordenado de los lomos de los libros hasta por los pasillos. Y he cogido uno... al azar, para que me hiciera compañía mientras me tomaba el primer café que ya silbaba en la cafetera italiana que también me enseñó a usar mi abuela, desde el principio, moliendo los granos con aquel viejo molinillo rojo de manivela manual de otra época con el que cargábamos luego el embudo.

Con la taza en una mano he ido pasando hojas con la otra, que sonaban contra mi jersey como los papeles de regalo al romperse de mi niñez, hasta que he llegado a un valle entre dos capítulos donde había lo que yo creía que era algo parecido a una tarjeta postal. Mis libros están llenos de entradas de museos, billetes de metro, cuentas de hoteles, tickets de cafeterías, tarjetas de embarque de aviones... no hay nada extraordinario en ello, por eso ni me he inmutado ante el hallazgo, hasta que le he dado la vuelta.

No recuerdo haber metido nunca fotos en los libros, pero allí estaba yo en la playa -supongo que sería una de esas vacaciones de principios de los ochenta en el Mediterráneo porque tengo pinta de no tener más de seis años-, haciendo un castillo con el cubo lleno de arena y mi abuela mirándome sonriente desde su sillita plegable de nylon, con vestido azul muy claro y un pañuelo blanco en la cabeza a modo de diadema. Por no recordar no recordaba ni la fotografía.

Yo no creo en nada, lo he confesado mil veces, pero quizás los Reyes sí que han pasado esta noche por mi balcón para llevarse la carta que no tenía ni escrita donde quería decirle a mi abuela que... Y de repente lo he visto y he vuelto a ser aquel niño, contento como hace tiempo que no recordaba que pudiera uno ponerse. Gracias Melchor, Gaspar y Baltasar por vuestra magia. La fotografía estaba en la página que coincide con la cifra de los años que cumplo este junio.

Feliz día de Reyes, amigos. Y eso es todo.


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