• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

La enfermedad, la existencia y Los Planetas

Por Javier Ancín

Debe de ser un virus de esos estomacales que te dejan vomitando un día entero o un mal de ojo o qué por fin todos esos trolls que me desean la muerte están ganando. Yo qué sé. He caído.

Recreación del Big Bang
Recreación del Big Bang

Quizás no salga de esta. Ya pueden encargar flores para el funeral que he dado orden de que no se celebre nunca. La náusea, una detrás de otra, continua, como el libro de Sartre del que solo recuerdo ahora que el protagonista encendía cerillas para disimular el aire viciado de la habitación.

El fósforo, ese olor, me acompaña en las carreras al cuarto de baño desde la cama. Qué caprichosa es la memoria ahora que me encuentro postrado, herido, desangrándome en las arenas de Normandía,  y cómo es capaz de hacer hasta que huela un aroma que hace siglos que no huelo. El fósforo que no huelo pero que recuerdo cómo huele aumenta mi náusea y hace que todo el proceso sea más filosóficamente lírico.

Cuando el embate pasa, hasta el siguiente, la enfermedad me deja sin fuerzas, como a Marat en el cuadro de su muerte. Caigo con el papel en la mano y la pluma en la otra, con el iPad por los suelos y mi figura en un escorzo cansado, contra el frío del azulejo. El molde de un pompeyano, vaciado, cubierto de ceniza esperando para que le inyecten yeso y revelar la silueta del desastre. Una piedad laica despojada de toda sensibilidad. Una piedad muerta y prosaica.

Un muerto en combate, que es siempre una cosa de lo más grotesca. En cuanto me recupero un poco recojo el trasto y avanzo por Omaha Beach hacia las ametralladoras alemanas (putas Mg-42, nos están destrozando), para continuar escribiendo desde la cama.

La vida no tiene ningún sentido, pero como al protagonista de la obra existencialista, Roquentin, solo puedo seguir escribiendo párrafos para al menos lograr algo parecido; un sucedáneo al sentido de la vida o un lugar en el que el dolor de la nada, la angustia que produce, se disipe al menos durante esos instantes en los que vas poniendo palabras a las palabras. Luego vino la fiebre, los escalofríos, el delirio y me quitó hasta ese consuelo, poniéndose él a escribir por mí esta noche en la que no recuerdo nada más que la rodilla me dolía como si me la atravesara una aguja larga.

Quizá también hayan hecho de mí un muñequito de vudú y me estén arreando sablazos sin piedad o quizás solo sean los años, que todo lo destartala. Recuerdo que soñé cosas. No hay nada más angustioso que los sueños y cuanto más placenteros, más angustiosos. Despiertas siempre en un lugar peor, en mitad de una pesadilla.

He escrito desde tantos infiernos que cuando me desvelé aún de madrugada, sudoroso y febril, continúe con mi misión sin pestañear. Quiero aprovechar esta fiebre psicotrópica para seguir investigando en el arte, en sus procesos creativos que desembocan en él. Llevo desde que salió, en bucle, con la canción de Los Planetas, "Islamabad", y he decidido desgarrarla esta noche, a ver qué me encontraba dentro de ella.

Esa canción es una obra de arte arquitectónica, sonido de piedras, todas, con la marca de cantero-planetero en cada lado exacto del prisma. Primero una capilla, después un espacio de una sola nave, más tarde tres, columnas, ampliaciones, superposiciones, restauraciones, vidrieras, rosetones, arcos, basílicas, mezquitas con minaretes con láser para llegar más allá, sinagogas más grandes que la de Jerusalem.

Un templo producto de todos los templos que puedas traer de tu memoria. Un artefacto efímero para toda la eternidad. Todos los estilos y religiones están comprimidos en esta canción, un edificio diseñado para que sea a la vez todas las interpretaciones posibles de un libro revelado.

Se desarrolla con mil ladrillos de mil confesiones, de mil procesiones, de mil ritos, de mil oraciones, de mil pecados y de mil doctrinas. Termina con un impulso ascensional como de catedrales góticas, pináculos flamígeros cayendo para arriba, como una piedra licuada que es absorbida por el absoluto, hacia él, sobre todas las cosas, posesivo, reclamando su ofrenda, su sacrificio al infinito. Los Planetas siguen contra la ley de la gravedad esta vez de una forma especialmente sublime.

El cuadro de Francis Bacon, el del papa Inocencio X que parece metido en un ring de boxeo, hecho música, descomponiendo todos los elementos para elevarlos donde ya nada existe porque lo quiere todo ese agujero negro, dejando la tierra vacía de estrofas y de compases, notas y acordes.

El Papa como profeta perdido en su propia profecía incumplida. La nada como destino último. Estructura que va desapareciendo entre el delay de las guitarras, los ecos de los teclados, estrellas que explotaron hace tiempo pero que aún recibimos su luz, que hacen que gane en presencia el misterio. Se concentra el sonido en una implosión celestial, el regreso al segundo antes del Big Bang mientras todo se hace más intenso, más real y más humano a la vez que el conjunto adquiere una extraña espiritualidad al querer despojarse de todas ellas.

La letra es soberbia, las pausas son para ponerle a predicar a J en cada escenario para que la gente despierte de la pesadilla para caer en la pesadilla. Tan malo es creer que puedes estar en el espanto eterno como que después no sentirás nada, ni espanto, en la eternidad del vacío. Todo es absurdo. La vida es absurda.

Y si sobrevivo, hablaremos el viernes, para echarnos unas risas, del alcalde de Pamplona y sus absurdas absurdeces, pero hoy, por si era el fin, la enfermedad cambia nuestras prioridades, quería dejar lo mejor de mi literatura, al grado que llegue, aunque sea negativo. Necesitaba acercarme al arte, a mi nivel, que es de lo poco que merece la pena en esta vida donde todos llevamos un Extranjero de Camus dentro, agazapado. Y eso es todo.


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La enfermedad, la existencia y Los Planetas