• martes, 16 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

El tío del lavadero de coches

Por Javier Ancín

No es un tipo de muchas palabras. Que yo recuerde, no había cruzado nunca ni una con él, hasta la última tarde que me pase por allí, acelerado, como casi siempre.

Una persona lava su coche en un túnel de lavado.
Una persona lava su coche en un túnel de lavado.

Un poco. Lo suficiente para no perder puntos pero sí 200€. Soy un tío preciso y constante. Al menos para cosas inútiles. En menos de un mes me he comido dos multas de tráfico en radares distintos por ir a la peligrosa velocidad por autopista -dos carriles una y tres la otra, vacías, de día y con buena visibilidad-,de 144km/h.

Si al menos hubiera sido 155... me habría echado unas risas. Otro día hablamos de lo absurdo que es que con un coche infinitamente mejor, tengamos los mismos límites de velocidad en autopista que cuando nuestros antepasados iban a la playa en un Seat 127 al limite de su equilibrio a 120km/h. Hoy estoy aquí para otra cosa.

El caso es que bajé al lavadero de coches que hay en Echavacoiz, como cada vez que tengo el mío de dar asco, que es donde el tipo del que hablo trabaja.

Esta vez lo traía fino. En Madrid llovió tierra y parecía que había completado el antiguo Rally París-Dakar con mi coche. Ida y vuelta. Tenía el parabrisas tan comido de bichos que si me llegan a detectar los del partido de los animales, PACMA, me denuncian por genocidio en algún tribunal penal internacional.

Normalmente, cuando llego, freno, bajo la ventanilla, le saludo, le digo que de los dos programas que hay, normal (6€) y completo (7’5€), me ponga el segundo y le pago, no tengo respuesta ninguna. Pero esta vez fue diferente, me preguntó si los espejos son automáticos. No lo son, le dije. Sentí una extraña alegría al escucharle y para intentar alargar el momento le comenté si quería que se los retrajera. Yo lo hago antes de entrar en el túnel, contestó. Y se fue a sus cosas, pistola de presión en una mano y un pulverizador de detergente en la otra, mirando la carrocería a conciencia, estudiándola, para diseñar un plan perfecto.

Me gusta la forma de trabajar que tiene. Esa forma de analizar los problemas buscando siempre la solución óptima, si estridencias pero definitiva. Quizás por eso da igual como de cerdo tenga coche y donde me encuentre, espero a regresar a Pamplona para limpiarlo. No quiero que nadie más me lo toque.

Un profesional nuestro hombre, esmerado, meticuloso. Cada mancha es una cuestión personal sin perder la delicadeza y es eficaz y tan preciso como un rayo láser. Verlo trabajar es volver a creer que las cosas pueden salir siempre bien, pero no por ningún acto de magia, sino porque se hacen bien.

Da igual qué cola haya. Cada prelavado se lo toma como algo único. Una guerra total entre él y la perfección. Hasta que no se encuentra satisfecho de su trabajo, no acciona el túnel de lavado y deja que la máquina de rodillos termine la parte fácil del trabajo. La parte en la que tras una tormenta artificial, lluvia y truenos, te devuelve al mundo imperfecto en el que vivimos, poniendo fin al sueño, a la ilusión del esta vez va a ser distinto y va a salir todo bien, lo que sea ese todo.

La luz verde aparece y de nuevo entras en la vida, donde en realidad todo siempre acaba mal. Tipos como ese profesional no saben lo importantes que son, creando esos oasis para descansar del torbellino al menos diez minutos de vez en cuando. Y que te da gusto salir con el coche brillando, impoluto, joder, como nuevo, renacido, acelerando cada vez un poco más, hasta que las pequeñas gotas que quedan sin secar se evaporan por la velocidad.

Si alguien le conoce que le diga de mi parte que buen trabajo y hasta la próxima. Sospecho que a mí no me haría mucho caso si le digo que es el tipo más profesional que hay en todo Pamplona y que ojalá hubiera más gente como él. Y eso es todo.


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El tío del lavadero de coches