• martes, 16 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

El diálogo no sirve para nada

Por Javier Ancín

Últimamente estamos instalados en el mentiroso mantra buenista, pensamiento mágico infantil, de que el diálogo lo arregla todo y lo puede todo. 

El president de la Generalitat, Carles Puigdemont, junto al vicepresidente Oriol Junqueras en el Parlament de Cataluña EFE
El president de la Generalitat, Carles Puigdemont, junto al vicepresidente Oriol Junqueras, en el Parlament de Cataluña. EFE

El diálogo está sobrevalorado. Nada de lo que digas va a cambiar las cosas. Nada de lo que digas hará que le guste el fútbol a ese amigo que lo detesta o nada de lo que te digan hará que te guste el pomelo, ir al monte hasta que no esté asfaltado, que te gusten los colores pastel o que un accidente de tráfico que ya ha sucedido no suceda.

Nada de lo que digas hará volver a los muertos que ya están muertos ni a los muertos que aún viven. Nada de lo que digas tendrá repercusión sobre la realidad. Nunca. La realidad va por libre. La realidad es eso que pasa de largo alrededor de dos personas que dialogan.

Apelar al diálogo es reconocer que no sabemos cómo solucionar las cosas, porque quizás las cosas no tienen solución o no tienen la solución que a nosotros nos gustaría, pero deseamos ganar tiempo de forma cobarde para retrasar lo inevitable. Apelar al diálogo no hará que cambie antes el semáforo de rojo a verde ni conseguirá que llueva, o deje de llover, cuando lo necesitemos.

El diálogo no logra que ese sueño tan feliz que te deprimió al desvanecerse cuando despertaste se cumpla. Con el diálogo no se consigue que el asesino deje de asesinar o que el violador de violar. El diálogo lo enreda todo. El diálogo se aprovecha para cavar trincheras más profundas.

Las noches que recuerdo más aburridas de mi vida son las que pasé dialogando o discutiendo o intercambiando puntos de vista, llámalo como quieras, con desconocidos en bares y que jamás consiguieron otra cosa que afianzarnos más a cada uno en nuestras propias convicciones. Noches perdidas, pudiendo estar escribiendo borracho en servilletas, por ejemplo, o escuchando la música apoyado con los codos en la barra, con los ojos cerrados, mudo.

Nadie va a dialogar con el médico cuando está enfermo sino a acatar lo que tiene que recetarnos para mejorar de nuestras dolencias. Si es que queremos mejorar de nuestras dolencias, que a veces no, porque alguno le discute el tratamiento pensando quizás que se va a curar por arte de magia. El diálogo es tan inútil contra las bacterias o contra los corazones rotos, infartados, como la homeopatía.

Nadie dialoga con el fuego cuando arrasa el monte ni con el agua cuando inunda las ciudades. Ni con el fuego ni con el agua ni entre nosotros cuando el fuego quema y el agua inunda. El diálogo es una pérdida de tiempo para dedicarnos a lo importante, escuchar y obedecer a quién sabe cómo solucionar los problemas que crea el fuego, el agua, una erupción volcánica o un terremoto de los que arruinan ciudades enteras.

El diálogo es lo que utiliza Tamariz para distraerte y poder metértela doblada con las cartas en sus magistrales trucos de manos. El diálogo, en el mejor de los casos, es un divertimento más y en el peor, una forma de despistarte para poder envolverte y atacarte por la retaguardia. Sin el diálogo el trilero con su trile, esa práctica de timadores de dónde está la bolita, incauto, que eres un incauto, sería imposible que triunfase.

Ningún diálogo convirtió al gato en perro ni al perro en gato ni transformó una cuchara en tenedor ni a un tenedor el paleta de pescado. Lo que sí consiguió el diálogo la mayoría de las veces es transformar a los interlocutores en besugos.

El diálogo no hace que puedas incumplir la ley y si lo logra, es una injusticia. Con la ley no se dialoga. La ley o se cumple siempre o si no no es ley, es arbitrariedad. La arbitrariedad, no saber a lo qué atenernos ante una misma situación repetida en el tiempo, no hace más que destruir la convivencia. Si tú puedes saltarte la ley y yo no, Puigdemont, nos convierte esa circunstancia en desiguales.

Si somos desiguales ante la ley, Puigdemont, ni hay ley, ni hay sociedad, ni hay democracia, ni estado de derecho ni civilización. Sin la ley solo hay caos y barbarie. Y a mí la barbarie, sumada a este mundo violento y sentimental para uniformados homogéneos que queréis montar los nacionalistas, yo que estoy solo, circulo solo, conduzco solo, camino solo, piloto solo, corro solo, bebo solo, viajo solo, leo solo y al único grupo social al que estoy apuntado es a un gimnasio al que acudo solo, me toca las narices porque me arrasará el primero.

Los individuos sin el parapeto de la ley estamos perdidos frente a la masa. Ya lo dijo Mitterrand en 1995 durante su último discurso en el parlamento europeo: "El nacionalismo es la guerra". Y con la guerra, añado yo, michicos, que dialogue su puta madre (y padre, claro). Y eso es todo.


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El diálogo no sirve para nada