• jueves, 18 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Casi me atropella una loca

Por Javier Ancín

Yo bajaba rápido. Vale, en realidad iba bastante rápido. Antes de negociar aquella curva toqué un poco el freno más por prudencia que por necesidad.

Una bicicleta en un camino rural. ARCHIVO
Una bicicleta en un camino rural. ARCHIVO

Uno ha vuelto a ser un animal pedaleando pero ya no un suicida. O quizás sí, yo qué sé, porque lo solté rápidamente.

De todas formas, después de meter un poco de miedo a la llanta con la rozadura de unas zapatas viejas, en un fugaz vistazo al cuentakilómetros de mi bici, marcaba unos soleados 57 km/h.

Para una bici de montaña normalita, una horquilla delantera con amortiguación como único elemento de “ayuda electrónica”, por una carretera abierta al tráfico y destrozado el asfalto como si hubiera sido bombardeado por todas la potencias mundiales es jugársela un poco.

El tensor de la cadena con cada bache mete unos leñazos metálicos tan brutales que parece que te vas a quedar sin tracción en cualquier momento. En los tramos más salvajes subo un par de piñones para que no se me salga la cadena. Cosas de la experiencia.

Las ruedas aguantan hasta que dejen de aguantar y revienten. Lo asumo. Si me doy la hostia puede ser cojonuda. Si me doy la hostia será cojonuda. Meto plato, todo el trapo arriba y a tomar por saco. Si me meto la hostia que me pille a pleno rendimiento.

Pedaleo de pie con rabia hasta que no me da más el desarrollo y me acoplo al trasto saliéndome del sillín por detrás para intentar ganar por aerodinámica lo que ya no me deja la mecánica. Qué le voy a hacer, me gusta esto.

A lo que iba. Tramo final de la bajada a San Cristóbal, asfalto rugoso como una puñetera patata matutano ruffles. La amortiguación delantera se me está quedando pequeña y domino el manillar flexionando también los brazos, acompasado con las ondulaciones.

Sé lo que viene, una curva a izquierdas enlazada con una muy cerrada a derechas una última recta, un curvón de 350° y ya dejarse llevar por un asfalto por fin bueno porque el descenso ha finalizado.

Cuando estoy iniciando la tumbada para enlazar las dos curvas (fuerte, ya lo sé, joder, pero sabiendo por donde trazar por si viene alguien, llevo media vida haciendo el capullo por todas las cuestas que conozco así que algo sé sobre no confiarme), un coche aparece contra mí sin escapatoria posible, tirado completamente hacia su izquierda. Me voy a matar, pienso, qué bien.

Me da tiempo a pensar un montón más de cosas en esas décimas. Si yo voy por encima de los 55km/h y el coche está adelantando a un ciclista como mínimo a 30km/h es como si me atropellara a 80km/h, calculo como calculamos los de letras, sin tener ni puta idea de física. Mierda.

En cualquier caso el sopapo va a ser de órdago, concluyo científicamente. Al menos la banda sonora es buena, la última canción de Kasabian, Comeback kid, me digo, fanfarrias para entrar en el averno. Ni tan mal. La anterior vez que terminé volando por encima del manillar recuerdo que iba escuchando una conferencia de Muñoz Molina.

Se me hizo eterno el aterrizaje con esa voz tranquila del escritor, como si siempre fuera a estar suspendido en la nada. Aquel porrazo no habría sido ni a 30km/h y terminé sangrando de manos y rodillas. Esto se pone feo.

Me dejo de historias y clavo frenos sin control alguno, yo qué sé, por hacer algo, por puñetero instinto de reducir lo que sea la velocidad antes de la colisión brutal. La bici derrapa y aquello se vuelve un fiestón de vectores curvos, fuerzas desconocidas, fórmulas mal memorizadas y mala leche en mi interior.

Veo a la conductora por primera vez mientras intento no caerme antes de que me arrolle. 35 años de bici se activan en mí sin contar conmigo y me quedo sorprendido del control que logro sin saber muy bien cómo. Se me ha puesto en marcha el control de estabilidad en el cerebro y va a su bola.

Bajo el coche no acabo, me digo, como si eso fuera una victoria. Valoro la posibilidad de derrapar hasta colocarme perpendicular a la pendiente e intentar caer sobre el capó  y confiar que entre el cristal y mi casco y adoptando una posición de seguridad de joder qué hostión me estoy dando, salir con las menos fracturas posibles.

Mierda, joder, mierda. Me vuelvo a fijar en la conductora y lo tranquila que va invadiendo completamente mi carril, adelantando a otro ciclista sin intención de hacer nada más. Puta pachorra. Es como si hubiera decidido que entre arrollar lateralmente al otro o darme frontalmente a mí, prefería matarme a mí.

Una puta euskotroll de aquí, aún tengo humor de pensar, con mueca ácida en la boca y todo. Seguro. Kabrona. Pues nada, a jugar, me digo, no queda otra que prepararse para lo peor. La bici sigue derrapando pero con la inercia que llevaba mucho no ha desacelarado.

Cuando ya había tomado la decisión de estamparme y entrarle por el parabrisas a la majadera para preguntarle la hora y mandarla de paso a la mierda, veo que la cuneta se ensancha un poco y que quizás haya otra opción. Otra locura, joder, porque estaba llena de grava gruesa completamente suelta.

Como metas la rueda bloqueada ahí, en curva, sin espacio entre el talud y el coche, colega, vete tú a saber dónde o contra qué vas a caerte. Al cuerno, prefiero matarme por mis medios antes de que lo haga una gilipollas. Me tiro a la derecha, más a la derecha, así somos los putos fachas, dirá algún euskotroll, y que sea lo que tenga que ser.

La rueda toca piedras, característico sonido de fritanga a la espalda, pero no las suficientes para hacerme trompear por completo y que se acabe la partida. El morro del coche me roza pero no me da.

Esto marcha, me animo, y me centro más en mantener el equilibrio imposible en terreno tan fastidioso pensando que la loca terminaría por volver a su puto carril.

Error, el coche o la carretera o yo qué sé me come más terreno y el retrovisor me mete un puñetazo en el codo que me hace soltar un “hija de puta” canónico, de manual de gritos de hija de puta, oye, un alarido perfecto, para enmarcar. Qué dolor, rediós, que salvaje el dolor eléctrico que me duerme hasta las yemas de los dedos al instante.

Milagrosamente no suelto la mano del manillar, consigo detener la bici no sé ni cuántos metros después y me quedo mudo, mirando cómo el coche que casi me mata ni se detiene, continuando su ascensión. Perfecto. Viva la gente y su puta madre y padre puto.

Qué dolor... este codo ya me lo rompí con 15 años por una caída de la bici y no recuerdo que me doliera tanto. Me quedo un rato pensando en la avería que me he podido hacer, reventado de sufrimiento, hasta que remite una pizca la marea. El dolor emborracha y cuando pasa es como una resaca que te deja una flojera inmensa.

Empiezo a mover un poco la articulación, un poco más, un poco mucho más y me convenzo de que no tengo nada roto. Ni he pillado la matrícula ni modelo del coche. Como para tomar notas o fotos estaba yo en mitad de ese trance.

¿Los conductores por qué cada vez que ven un ciclista se ponen tan nerviosos y se vuelven tan locos que incluso los adelantan en zonas con visibilidad nula? ¿Tan difícil es adelantar a quien sea con unas mínimas medidas de seguridad? Joder, si no puedes adelantar porque no ves qué hay más allá, no adelantes, coño, ¿pero tan difícil es llevarlo a la práctica y no ser un asesino? Alguno aún me dirá que he tenido suerte porque al menos no estaba el Spiderman de Cuenca, que seguro me metía la multa a mí por ir con auriculares. Y eso es todo.


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Casi me atropella una loca