• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión /

Venezuela

Por Iñaki Iriarte

Venezuela lleva ya por lo menos dos años caminando con paso firme hacia algo muy parecido a una guerra civil.

Pancarta firmada por IU y colocada en Cuatro Vientos en favor del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela
Pancarta firmada por IU y colocada en Cuatro Vientos en favor del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela

En los últimos meses esa marcha se ha acelerado y nada hace pensar en la posibilidad de una solución razonable en el corto plazo a sus graves problemas políticos y económicos. El número de fallecidos en relación con las protestas iniciadas en abril de este año sobrepasa ya con creces el centenar (una cifra, es cierto, que puede antojarse poco imponente en comparación con las más de 28.000 personas que murieron violentamente en el país el año pasado). De acuerdo a expertos de la ONU, de ese número de víctimas mortales, por lo menos  algo más de la mitad lo ha sido por causa de las fuerzas del orden y de sicarios del chavismo (los llamados “colectivos”). La responsabilidad de por lo menos ocho muertes estaría en los grupos violentos de la oposición, mientras que la del resto aún no habría podido ser determinada. Si el lector busca un poco en internet, comprobará que los medios afines a cada bando niegan la culpabilidad de sus correligionarios y atribuyen los asesinatos a sus oponentes. Por Whatsapp y Youtube circulan muchos vídeos de policías destrozando coches, dando palizas a ciudadanos o haciendo la vista gorda ante las agresiones de los citados “colectivos”. También imágenes de uniformados disparando a civiles a bocajarro con escopetas antidisturbios (que, por cierto, los admiradores del régimen bolivariano, como Izquierda Unida, exigen, en cambio, prohibir en España). Pero, ciertamente, otros videos muestran a grupos de manifestantes opositores lanzando artefactos explosivos a la policía o linchando brutalmente a personas acusadas de participar en las bandas parapoliciales de Maduro.

Es difícil hacerse con una explicación equilibrada de los problemas de fondo que afectan a Venezuela. Las informaciones digitales radicadas en el país caribeño parecen tan sesgadas, que poco ayudan a orientarse en ese galimatías de vibrantes y largos discursos que cruzan la política venezolana. Caben ya pocas dudas de que la democracia, la división de poderes, el respeto a la ley y el pluralismo político están gravemente amenazados por un gobierno corrupto y su ideología revolucionaria. Pero tampoco cabe ignorar que antes del chavismo la situación no era ni mucho menos óptima. Por ejemplo, en 1989, durante las protestas conocidas como “El caracazo”, contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, murieron cientos de personas en poco más de una semana. Y a finales de 1998, justo antes de que Chávez se alzara con la presidencia, un 20% de la población se encontraba en situación de pobreza extrema. Y “extrema” en esa época en Venezuela no significaba que no tuvieran conexión de banda ancha o no pudieran irse de vacaciones… Personalmente, igual que no creo posible la democracia sin un respeto escrupuloso a la ley, tampoco considero que sea viable sin una mínima igualdad económica. Y la verdad es que no sé si esa condición se ha cumplido alguna vez en Venezuela.

En cualquier caso, soy alguien que se toma muy en serio la soberanía de mi pueblo, el español y, precisamente por ello, asumo que debo tomarme igual de seriamente la soberanía de los demás países. Por eso, doy por sentado que son los venezolanos, y solo ellos, quienes deben resolver ahora libremente, sin injerencias y por medio del diálogo sus problemas internos. El propio gobierno de Nicolás Maduro debería aplicarse a ello, dejar de hacer depender su continuidad de los apoyos de Rusia, Irán y Cuba, y dejar asimismo de inmiscuirse en la soberanía de otras naciones, como la nuestra, financiando a partidos políticos.

Dicho todo esto, sin embargo, también he de decir que siento a Venezuela como un país hermano -gobierne quien gobierne a ambos lados del Atlántico-, y este parentesco, creo, me permite reflexionar respetuosamente acerca de su difícil situación.

De entrada, pienso que si la sociedad venezolana quiere deshacer el camino hacia el conflicto civil, sus políticos, todos, deberían comenzar por cambiar su lenguaje. Sé que es algo muy básico, pero ambos bandos parecen ignorarlo sistemáticamente. Por un lado, chavistas y opositores apelan sistemáticamente al “pueblo venezolano”, como si fuera un sujeto homogéneo y estuviera unánimemente de su lado. Hablan también de la patria, de la paz, de la concordia –y la versión del “Despacito” por Maduro es un ejemplo surrealista de esto-, pero, por el otro lado, emplean simultáneamente una retórica muy agresiva que, en el caso gubernamental, tilda a los opositores de “fascistas” y “enemigos de la revolución” y, en el caso opositor, se refiere a los seguidores de Maduro como “sicarios castristas” y “narcochavistas”. Lógicamente este lenguaje produce una demonización del adversario. No puede extrañar que luego haya quien celebre con alborozo su maltrato o muerte.

Naturalmente, no serviría de nada moderar las palabras y seguir convencido de que los oponentes deben ser barridos del mapa (como, por ejemplo, ha hecho aquí la izquierda abertzale). Sin un respeto mutuo y sincero, sin una tolerancia real (y cordial, me atrevería a añadir) hacia el que piensa de forma diferente, no cabe construir una democracia. En Caracas, como en Navarra, la propaganda del “kanpora” y del “tiro al fatxa” tiene como resultado la fractura social –algo que cualquier político responsable debería evitar, incluso al precio de perder el gobierno. 

En segundo lugar, me temo que el choque de legitimidades –la del Presidente Maduro, que, no se olvide, fue elegido en 2013 con un 50’6% de los votos, y la del bloque opositor, que, tampoco se olvide, obtuvo el 56%  de los sufragios en 2015- solo podrá resolverse por medio de unos nuevos comicios. No unos comicios como los que han tenido lugar recientemente para escoger la Constituyente, celebrados con un sistema electoral diseñado para burlar la voluntad de los electores, con normas propias de una “democracia orgánica” y cuyos resultados, para más inri, según la empresa encargada del recuento, han sido inflados con por lo menos un millón de sufragios fraudulentos; sino unos comicios realmente libres, convocados de acuerdo a un mecanismo lo más transparente, objetivo y proporcional posible. Algunos me responderán que ya hubo unas elecciones hace solo dos años, celebradas conforme a la ley electoral del chavismo y ganadas por la oposición, y que el problema está en que Maduro no ha asumido sus resultados. Es muy cierto, pero otros podrían aducir que este último fue elegido para un período de seis años y que debe respetarse ese plazo previsto por la Constitución (cuya legitimidad, por otro lado, incluso la oposición reconoce).

Ambos me parecen argumentos de peso. Pero, puesto que la coexistencia entre ambos poderes resulta imposible, me resultan preferibles unas nuevas elecciones tanto presidenciales como legislativas, a seguir cayendo en el hoyo de una guerra civil. Además, dada la situación de mutua desconfianza entre los dos grandes bloques, sería imprescindible una presencia internacional que garantizase la limpieza de ese doble proceso electoral.

Last but not least, tengo también una reflexión sobre la política española. Izquierda Unida, coalición que acostumbra a darnos lecciones de grandeza moral y de solidaridad internacional y dispuesta siempre a denunciar las “derivas autoritarias” de cualquier ley que no le guste, está aprovechando la crisis venezolana para retratarse como una entusiasta defensora de Maduro. Ayer mismo en Pamplona vi una pancarta firmada por IU en la que mostraba su apoyo a esa Asamblea Constituyente apañada por Maduro. Me pregunto si IU apoyaría para esa Tercera República que promueven un sistema electoral tan tramposo como el que se ha utilizado en Venezuela, si no les importaría que se falsearan un millón de votos, si les gustaría que grupos parapoliciales hicieran razias entre los barrios contrarios al gobierno o si aplaudirían las violaciones de los Derechos Humanos que los expertos de la ONU han constatado que se están produciendo masivamente en la República Bolivariana. ¿No? Pues sus afiliados tendrían que preguntarse a sí mismos si resulta ético que aquello que no querrían para ellos lo quieran, en cambio, para los ciudadanos de Venezuela.


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