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Opinión /

Nuestro futuro (y el de los que están por venir)

Por Iñaki Iriarte

Estamos perdiendo un tiempo precioso en despellejarnos los unos a los otros. O corregimos el rumbo de manera inmediata, o el bienestar que nuestra flaca memoria nos ha hecho creer consustancial a esta tierra, desaparecerá.

El presidente de UPN Javier Esparza y la presidenta del PSN María Chivite hablan durante un acto. MIGUEL OSÉS
El presidente de UPN, Javier Esparza, y la presidenta del PSN, María Chivite, hablan durante un acto. MIGUEL OSÉS

Un día antes de Nochebuena pedía (con cierto grado de desaliento) consensos, para España y para Navarra. Consensos duraderos, decía, pensados para generaciones. Esta demanda no se basaba en el buenismo propio de estas fechas, sino en una toma de conciencia de la complicadísima situación en la que nos encontramos. Nuestros problemas, en efecto, van mucho más allá del hecho de que un personaje sin el menor respeto a su palabra –e incluso menos sentido de Estado- vuelva a ser investido presidente, merced a unos acuerdos que deberían provocar una rebelión en el seno de su partido.

Estamos asistiendo a la descomposición del mundo que hemos conocido. Las sociedades avanzadas se están viendo desbordadas por su propia complejidad, una complejidad de tal magnitud que la política ya no es capaz de gestionar. La res publica, la polis, se construyó arrinconando lealtades tribales y familiares, en otras palabras, superando particularidades.

Ser ciudadano requería compartir dioses, costumbres, formación, ejércitos, moneda, leyes. Ahora, la búsqueda de particularidades se ha extendido hasta tal punto que ya el principal nexo de unión entre los ciudadanos no es otro que la moneda –un bien, además, dependiente de algo tan frágil como la mutua confianza-. A nuestro alrededor eclosionan nuevos valores (a menudo, hechos de jirones de los viejos), nuevos conceptos, nuevas religiones (laicas), tribus y hordas, cohesionadas en torno a la frustración, la huida de la realidad y el odio hacia un chivo expiatorio, al que se responsabiliza de todo mal. El individuo, aislado, aterido por el frío de la incertidumbre, busca calor y protección alistándose en alguno de los ejércitos de resentidos al alza. Ojalá se equivoquen quienes como Pankaj vislumbran que la humanidad se ha adentrado en una “edad de la ira”.

Ningún mercado ni política económica pueden funcionar en este escenario de fuerte división interna y de ruptura del contrato social. Sin un capital cultural y político común, no habrá seguridad, la riqueza seguirá emigrando a lugares más seguros, o atesorándose en forma de inmuebles o acciones. La deslocalización se acentuará, el trabajo suficientemente remunerado se hará sumamente escaso y los mejor formados continuarán emigrando a donde sepan o puedan pagarles. Los líderes políticos están posponiendo las reformas que la situación exige, porque su coste político y social es demasiado grande para quienes tienen que someter a escrutinio su gestión antes de que hayan podido comprobarse los resultados.

En medio de todo esto, ¿qué pasará -qué pasa ya- con Navarra? La jota puede afirmar con bravuconería que, aunque el mundo se hunda, saldrá “siempre p’alante”, pero por desgracia esto dista mucho de ser evidente. Sobre todo, si en lugar de prepararnos a fondo para una travesía incierta, nos dedicamos a ponernos palos en las ruedas.

Hace 150 años, cuando el mundo atravesaba por una situación de perplejidad parecida, se formó en Navarra un grupo de intelectuales (integrado por Campión, Iturralde, Landa, etc.), reunidos en torno a la Asociación Euskara de Navarra. Dichos intelectuales podían ser todo lo provincianos que se quiera, pero, por lo menos, tuvieron la suficiente perspicacia para comprender que una profunda transformación, sin vuelta atrás, había comenzado a su alrededor. Su carácter conservador les hizo temer lo peor: una marea revolucionaria arrasaría con todo, mataría a la religión, la lengua vasca y las tradiciones, y rompería el cordón umbilical que unía a los navarros con las generaciones pretéritas. A la desesperada, pensaron que acaso podría conseguirse que Navarra se mantuviera a flote si se levantaba una muralla jurídica (por medio de los fueros), se reforzaba la barrera lingüística (el euskara) y se fijaba la mirada en el ejemplo de los ancestros. Entendieron que la guerra civil, de la que se acababa de salir, solo agravaba la pobreza y precipitaría la catástrofe. Un sentimiento de amor y unidad entre todos los navarros debía sustituir el odio cainita entre carlistas y liberales.  

Estos pequeños intelectuales fracasaron muy tempranamente y apenas consiguieron eco. Algunos intentaron ocupar el lugar del carlismo, lo que hizo que riñeran entre sí y se dispersaran. Su herencia (marcada por la ambigüedad) se repartió entre dos corrientes que hoy perduran como rivales, el fuerismo regionalista y el nacionalismo vasco -en parte, también herederos de la vieja querella entre liberales y carlistas.

Frente a los temores de esos intelectuales, Navarra sobrevivió a los nuevos tiempos. Ciertamente, su trayectoria no fue fácil, aunque a la postre resultó muy exitosa. Hubo una nueva guerra fratricida, pero no una revolución. La religiosidad decayó, especialmente a partir de la década de 1960. Pero incluso después de que los seminarios se vaciaran, los valores del cristianismo mantuvieron un claro predominio en una sociedad, por lo demás, cada vez más influida por el Sermón de la Montaña. Respecto al idioma vasco, siguió languideciendo, pero no se extinguió y, desde finales de los años sesenta, comenzó a ser enseñado incluso más allá de sus fronteras históricas. En cualquier caso, a partir de la década de 1980 Navarra alcanzó un bienestar material literalmente inimaginable para nuestros bisabuelos. ¿Cómo fue posible este desarrollo? Primero, porque la industrialización corrió en paralelo a la creación de una amplia clase media y una enorme mejora en las condiciones de vida de las más bajas; segundo, porque la salida de la Dictadura no fue otra guerra civil, sino una democracia de mercado, basada en un amplio consenso entre izquierda y derecha.  

Pese a este éxito, el abandono definitivo de la sociedad tradicional trajo consigo fisuras tan profundas en el plano de la cultura y de las creencias, que aún hoy, cuando estamos cruzando el umbral de una nueva época, no hemos conseguido recomponer. De hecho, la fractura entre la Navarra liberal y la Navarra carlista fue siendo sustituida por otra que nos ha dividido en dos “naciones” que se perciben mutuamente como una amenaza. Por un lado, la Navarra a la que han enseñado a sentir asco ante la idea de España. Por el otro, la que se ha acostumbrado a sospechar ante la menor referencia a la cultura vasca. Y por si esa división no fuera lo suficientemente dañina, en los últimos tiempos además se está abriendo ante nuestros ojos un nuevo abismo, el que divide a la Navarra constitucionalista de la Navarra “progresista”. La primera ve a la segunda como la sucesora de las izquierdas que en 1934 hicieron una revolución contra la democracia. La segunda ve a la primera como la heredera de otro golpe de Estado, el de 1936, que provocó un gran baño de sangre.

Este escenario de enfrentamientos está causándonos un daño que, como sucedió con el que oponía a liberales y carlistas, solo podremos calibrar en toda su amplitud dentro de muchas décadas. Para entonces será ya tarde. Por eso debemos ponerle remedio cuanto antes, sin esperar a que terminemos de convertirnos en extraños y quién sabe si en tutsis y hutus. Tenemos que desterrar para siempre el “kanpora” y recordar cuanto nos vincula. Esto requerirá, por lo menos, dos cosas. Primero que seamos capaces de contarnos nuestro último siglo de una manera honrada y conciliadora. Segundo, que consigamos acordar las líneas generales de una política lingüística, que permita a los navarros que quieren adquirir y cultivar la lengua vasca disponer de recursos proporcionales a su número, pero que, a la vez, no penalice en el acceso a la cultura o a la función pública a aquellos a quienes, con el mismo derecho, no les interesa hacerlo.  

La identidad y la memoria pueden ser importantes, pero no nos servirán de mucho a la hora de pagar facturas. Por eso, no deberíamos aceptar que condicionen hasta tal punto nuestro futuro. Si no dejamos de enfrentarnos por tales cuestiones, nos será imposible resolver las que sí tendrán un papel determinante en nuestro porvenir. Estamos perdiendo un tiempo precioso en despellejarnos los unos a los otros. O corregimos el rumbo de manera inmediata, o el bienestar que nuestra flaca memoria nos ha hecho creer consustancial a esta tierra, desaparecerá, acaso antes de que termine la década recién comenzada.  


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Nuestro futuro (y el de los que están por venir)