• viernes, 29 de marzo de 2024
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Opinión /

El culpable

Por Iñaki Iriarte

 Los paganos son los victimarios, los culpables (de nuevo, sobre todo los imaginarios); a ellos les corresponde ser escarnecidos, arrodillarse y pagar.

Imagen de la ventana de una vieja cárcel.
Imagen de la ventana de una vieja cárcel.

Conforme el capital se convierte en un bien de difícil acceso para la inmensa mayoría de quienes viven de su trabajo (incluyendo a los que se dedican a profesiones antaño bien retribuidas) y conforme crecen las dudas en torno al porvenir de la economía de mercado (¿de nuevo cada generación podrá aspirar a vivir mejor que la anterior?), vemos cómo se levanta delante de nuestros ojos un nuevo sistema económico, basado no en el dinero, ni en la propiedad de la tierra, sino en la gestión de la inocencia y la culpa. Los inocentes, las víctimas (especialmente las imaginarias), ejercen en él el monopolio de la legitimidad política y moral. Como nuevos ricos pueden permitirse toda clase de lujos: insultar, quemar, saquear, agredir. Los paganos son los victimarios, los culpables (de nuevo, sobre todo los imaginarios); a ellos les corresponde ser escarnecidos, arrodillarse y pagar.

Los historiadores del futuro lo encontrarán irónico. En una época en que las creencias y los mitos que sirvieron para erigir las diversas civilizaciones se han convertido en objeto de burla, una nueva superstición se ha erigido en verdad oficial. Una suerte de pervertida versión del Sermón de la montaña, ad usum millenial. “Bienaventurados, no los humildes, sino los corderos orgullosos, empoderados, aquellos que no tienen culpa, porque de ellos serán las ruinas del Estado del bienestar”. Su recompensa no tendrá que esperar al día del Juicio, se hará efectiva en los próximos presupuestos generales.

La máxima “No hay efecto sin causa” se ha convertido en “No hay desigualdad sin culpa”. Nuevos sacerdotes y sacerdotisas se especializan en interpretar las entrañas de las cosas y localizar en ellas la opresión, el nuevo pecado original. Si uno tiene más, si puede más, si llega antes…, se debe  indiscutiblemente a alguna injusticia -que habrá que corregir; que habrá que erradicar-. “Todas y todos debemos detestar las desigualdades, desde la más grande a la más pequeña, porque todas responden a alguna culpa, visible o invisible”. No deja de ser incongruente que, en paralelo a esa demonización de la desigualdad, se produzca una entronización de su contraparte angélica, la diferencia, cuando en la práctica resulta tan difícil distinguir una de otra. Porque, en efecto,  ser desigual es reputado una maldad; pero ser diferente representa una hidalguía, que ha de ser promovida y reconocida. “Esfuérzate por no parecerte a los demás, por no ser anónimo, por ser único e inclasificable. La originalidad debe ser perceptible, a través de tu ropa, tu pelo, hasta de los aros de tu nariz.”  

La omnipresencia de la opresión produce una búsqueda sistemática de culpables. Da igual que estén vivos o muertos, porque la industria de la culpa no puede renunciar a explotar esos enormes yacimientos de pecado que yacen en el subsuelo. Conforme lo extrae, sus sicofantes identifican no solo a sus causantes directos, sino a sus herederos, a los que considera moralmente tan responsables como ellos. A su lado, el senador Joseph McCarthy era un torpe aficionado. Es irrelevante que no se haya hecho ninguna declaración de aceptación de herencia. Y comprensible que los potenciales sospechosos vayan buscándose coartadas.

-“No me gusta su aspecto. Muéstreme sus credenciales ahora mismo. ¿Dónde estaba usted el 12 de octubre de 1492?”.

El interpelado se siente como San Pedro cuando le acusaron de haber andado con el Nazareno.

-“Perdóneme, pero es que para entonces yo ni siquiera había nacido”.

-“¿Por qué iba a importar eso? Es usted hombre, es usted europeo. Pruébeme que ni usted ni sus antepasados son unos fascistas, patriarcas y explotadores. ¿Conquistaron algo?”.

 El acusado rebusca en su biografía algo que le permita zafarse.

-“No, no, se equivoca, de verdad. Al contrario, yo me cuento entre las inocentes víctimas. Pertenezco a una minoría que sufría ya antes de la deportación de los judíos a Babilonia”.

-“¿Una minoría? ¿Seguro? ¿No será una élite? ¿Han sido ustedes minorizados, como es preceptivo?”

-“Sí, sí, mire. Soy un indígena, parte de un pueblo originario, los mapuches del Cantábrico. Mis antepasados perdieron todas las batallas y fueron masacrados, millones de ellos. Les obligaron a llevar anillos y…”.

-“Pero, ese coche… ese apartamento en Zarautz… esas estrellas Michelin… esa renta per cápita… Usted me está tratando de engañar… ¡Usted no pertenece a los desheredados de la Madre Tierra, sino a los que la han expoliado!”

No merece la pena tratar de hacerse con un salvoconducto falso. Como mucho servirá para escabullirse momentáneamente. La búsqueda de culpables no puede terminar en un comunismo de la inocencia, esto es, en el reparto equitativo de la condición de víctimas y la condonación universal de la deuda moral. La nueva economía no nació para eso. Nació para poder mandar y hacer obedecer.


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