• miércoles, 24 de abril de 2024
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Opinión / Editor del Grupo Diariocritico.

El hombre que tenía la piel de elefante

Por Fernando Jauregui

Hay que estar bastante de acuerdo con Angela Merkel: Mariano Rajoy tiene la piel de elefante.

Ahí estaba, este viernes, Rajoy almorzando en Berlín con Obama y los mandatarios más poderosos de Europa (la propia Merkel, Renzi, Theresa May, Hollande), admitido en un 'club de seis' en el que él, el presidente del Gobierno español que dejó de ser presidente 'en funciones', era el más estable.

Los demás tienen ante sí o un referéndum comprometido o elecciones aún más comprometidas, o que gestionar los resultados de un Brexit que aún nadie, y menos Gran Bretaña, ha digerido... O, en el caso de Obama, la dificilísima tarea de 'vender' a Estados Unidos como benéfico aliado cuando llega la era de los dorados horteras y los colaboradores ultraderechistas de Trump.

O sea, que el mundo cambia y Mariano Rajoy, a quien los cambios, al menos los internos, le gustan tan poco, se ha convertido, por méritos propios, en uno de los que van a liderar ese cambio a escala europea. Lo que uno se pregunta ahora es si el presidente español ha colocado sus dispositivos mirando hacia esa forzada transformación de Occidente o si, más bien, se ha armado de una manera centrípeta, enrocándose en el interior del reducto del PP, fiado en sus colaboradores 'de toda la vida', más bien ajeno a la época de pactos que necesariamente tendrá que afrontar. O no tan ajeno, quizá, que diría, a su galaica manera, el propio Rajoy...

El hombre que tenía la piel de elefante, pero que siempre evitó ser un elefante en la cacharrería, eligió un Gobierno muy del PP y el partido ha estado igualmente presente en los nombramientos de los 'segundos escalones', pensando en Soria más que en Siria: mucha familia Nadal, mucho apellido 'popular-de-toda-la-vida' y mucha mano libre a sus ministros para que, como el de Interior o la de Defensa, escogiesen a sus principales colaboradores de entre las gentes del terruño.

Ha centrado las baterías en el estado de bienestar (sobre todo, en lo que pueda ocurrir mirando hacia un pacto en Educación), en los impuestos (todo indica que habrá una subida, por ejemplo en el de sociedades) y, claro, en Cataluña: me da la impresión de que Soraya Sáenz de Santamaría ha hecho una buena elección al designar a Enric Milló, un ex convergente y la 'cara dialogante' del PP catalán, como el interlocutor no oficial con la Generalitat, con cuyo presidente, Puigdemont, mantiene, dicen, una cercanía lo suficientemente buena, gerundense.

Ahora, a ver el resultado que producen unos cambios, que casi no lo parecen, en el organigrama de los altos cargos. No veo grandes revoluciones, y menos en el 'punto rojo' de la comunicación, en los primeros pasos del Rajoy de la XII Legislatura, esa que inauguraba el jueves el Rey sorteando, con un discurso acertado en su quizá demasiado medida prudencia, el patio de colegio en el que una parte de la Cámara quería convertir el Legislativo.

Y es que quizá el presidente aún se resiste a abandonar los parámetros de la X Legislatura, en la que ganó arrolladoramente por una mayoría absoluta que difícilmente volverá por estos pagos. Él, sin embargo, sabe que es la hora del pacto; sí, pero ¿con quién? ¿Con el PSOE descabezado? ¿Con un Pablo Iglesias que parece dispuesto a echarse al monte un día y a bajar al valle el siguiente? ¿Con los nacionalistas vascos? ¿Con los catalanes, lanzados a la desobediencia institucional?

Ahí está el reto, que no es pequeño. Ahí, y en seguir almorzando en buena sintonía con la señora Merkel, que el año próximo, glub, tendrá que afrontar el reto de unas elecciones en las que la ultraderecha crece. Lo mismo le ocurre a Hollande. Y similar problemática tienen May, y Matteo Renzi, que tan poco simpatiza con el hombre de la piel de elefante, por lo que dicen. Pero que sepan todos ellos que esa amenaza de populismo ultraderechista, un contagio 'trumpista', no se da, ni se va a dar, en España.

No hay sino que ver las tristes manifestaciones que, el viernes noche, protagonizaban unas decenas de jóvenes (y no tanto) por la calle Princesa de Madrid, con sus camisas azules y sus banderas falangistas que ya nadie reconoce, conmemorando el 41 aniversario de la muerte de un llamado caudillo al que tampoco recuerda casi nadie, salvo, en los casos más extremos, para pretender sacarlo del Valle de los Caídos.

No, aquí, quitando algunas escasas voces disonantes, el espíritu de dotados fastuosos y 'halcones' sin límite que tanto se lleva ahora del otro lado del Atlántico, de ninguna manera va a prender, aunque se empeñen quienes proclaman -y es verdad- que perdemos poder adquisitivo cada año y que el estado de bienestar se va debilitar a ojos vista.


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