• viernes, 29 de marzo de 2024
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Opinión / Sabatinas

Vértigo

Por Fermín Mínguez

Se cumplen ahora 75 años de la publicación de El Principito, el libro de Saint-Exupéry  del que he leído que es el libro no religioso más vendido del mundo. Y su autor no pudo disfrutarlo.

Una ilustración sobre El Principito
Una ilustración sobre El Principito.

La historia del libro, su autor y su muerte da para un libro en sí misma de lo peculiar que es, y sin embargo tiene el regusto amargo de esas historias donde el autor no disfruta de su éxito.

Uno de los libros que más impacto han tenido en la historia, por idiomas traducidos (hasta al swahili está traducido, Mwana Mdogo wa Mfalme se dice), incluso por toda la mercadotecnia que lo rodean, y nadie lo puede disfrutar como propio.

Saint-Exupéry participaba en la Segunda Guerra Mundial y su avión desapareció en una de sus misiones de reconocimiento; no se encontró el cuerpo. Una guerra mundial parece una causa más que digna para morir, pero ¿tanto como para perderse el resto?, ¿de verdad?

Hemos decidido que es más importante guerrear, entrar en todos los jardines posibles, creer que es imprescindible nuestra presencia y decisión para salvar nuestra empresa o incluso el mundo.

Hemos decidido que acelerar, ir rápido, es la única forma de llegar y vemos la vida como se ve el paisaje desde la ventanilla del AVE, que puedes ver lo que está lejos pero es imposible enfocar lo más cercano, convertido en una masa sin forma y de color indefinido. Pero da igual, confiamos en llegar a lo que vemos al final, negándonos la posibilidad de disfrutar el camino.

Y esa velocidad lleva a la angustia, pero para qué parar;  a la angustia de vivir al día, esclavos de unos compromisos que no hemos firmado pero hemos asumido, unas responsabilidades que no son nuestras pero creemos que sí. La angustia se convierte en vértigo ficticio y el ficticio en real, presos de seguir creyendo en nuestra imprescindibilidad, sin saber que tenemos más de piezas de Lego, intercambiables, que de llave maestra a esa velocidad.

Pero a veces hay señales, y al parar cambian los tiempos y las prioridades porque por fin podemos mirar a lo cercano

Y las frases se acortan.

De repente,

La vida te escribe en versos. 

A borbotones.

E intuyes el límite del final

Donde el vértigo es tan real 

Que te impide estar de pie.

Donde se pierde el miedo

En consonante o asonante,

Viviendo  a latidos

Sin más orden que el debido

A las promesas pendientes.

Las apuestas personales no valen

lo que dos minutos de tu mano

porque nos queremos a mares,

a olas, a miradas o a abrazos.

Y es imposible controlar los tiempos porque toca correr, tartamudeando porque no es posible respirar y hablar a la vez, viviendo a haikus, con más vértigos y miedos. Poniendo el foco en sobrevivir.

Al final vivir

Es la suma de todo

Que hemos vivido

Pero querer es

Siempre más lo que espera,

Que lo querido

Lo malo es que no dura mucho.

Y vuelven las frases largas y las ventanillas de tren con sus paisajes.

Al final todo este torbellino de intenciones cae en la tentación de la rutina, o del diazepán, o de la nómina, o de los mensajes tántricos de alguna corriente de pseudocooaching que lo apacigua y nos devuelve a lo que denominamos normalidad cuando se llama programación estándar.

Vuelve el ritmo agónico autoimpuesto pero nunca sabemos si cada oportunidad es la última y asumimos que nos pueda pasar la vida por encima mientras soñamos con vivirla, renunciando a escribir nuestro Principito particular.

¿Qué por qué me da por escribir esto con la de cosas importantes que están pasando alrededor? Pues seguramente porque las urgencias opinadoras de hoy no me necesitan para nada, y porque quizás sí esté escribiendo de lo importante.

Vayan ustedes a saber. Por si acaso cierro con una de mis frases favoritas de El Principito, que no está en el libro, sino en la dedicatoria, dice: “A León Werth, cuando era niño”. León era su mejor amigo.

Pues eso, amigos.


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