• martes, 19 de marzo de 2024
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Opinión / Sabatinas

Una vergüenza

Por Fermín Mínguez

“Es que no entiendo por qué me hizo eso, que lo conozco desde que tenía cuatro años, ¿te lo imaginas?, vale que hacía un tiempo que no nos veíamos, pero me trató fatal. Fatal de verdad, y delante de todo el mundo. Es una vergüenza”.

Un niño se tapa la cara con sus manos avergonzado.
Un niño se tapa la cara con sus manos avergonzado.

Me lo contaba con tristeza, intentando encajar lo que había pasado. Es que no me había pasado nunca, repetía. La verdad es que valorándolo desde su punto de vista era un dramón, te acercas a saludar a alguien al que conoces desde los cuatro años, con intención de ponerte al día y te encuentras con que te ignora, se burla de ti en voz alta delante de todo el mundo y no saben lo peor: “Me pegó con un plátano, con un plátano en el culo”. Como lo yen. ¿Cómo se quedan? Un drama, oigan.

Quizás no les he dicho que quien me contaba esto era mi hija de cinco de años y que el susodicho era un compañero con el que hace teatro desde el año pasado, que se encontraron en la frutería y que pasó lo que les he contado. A ojos de un adulto fue una tontuna que duró 10 segundos y se zanjó con el típico “venga…” sin darle más importancia, pero por lo visto a los afectados, o al menos a la afectada que es cierto que tiene tendencia al drama, le tocó más de lo que parecía al principio.

Le dolió que se lo hiciese alguien a quien conocía “desde que tenía cuatro años”, lo que más gracia me hacía a mí por el tono épico en el que lo contaba, era lo que más le preocupaba a ella. Para mí significaba que lo conocía desde el año pasado, para ella toda la vida. Y lo más complicado de todo es que ambos teníamos razón.

Hay cientos de manuales, cursos, seminarios, webminars, online training, píldoras formativas, fleversnevers y lo que se les ocurra sobre la empatía, la comprensión y ponerse en los zapatos del otro (lo cual, entre nosotros, siempre me ha parecido una metáfora bastante asquerosica) pero al final se reduce a entender que la aproximación a la realidad es subjetiva.

Esto que parece tan simple de entender es bastante complicado de gestionar, sobre todo cuando a la percepción subjetiva del problema le sigue un juicio de valor, siempre objetivos. Yo mismo valoré a mi pobre hija como una exagerada cuando una vez lo valoré, descubrí que realmente le había importado. Si esto lo hago yo, que soy un tipo majo créanme, con mi hija a la que quiero con locura, qué juicios no emitirán personas menos majas (ustedes no, claro, los otros) sobre, no sé, compañeros de trabajo por ejemplo, o vecinos, o cuñados. Desde la subjetividad creamos una imagen que se adapta a nuestra percepción, o a nuestra necesidad que también puede ser que nos convenga crear una imagen negativa, y ya es tarde para cursos de empatía, porque hacer un curso de empatía y trabajo en equipo con La dramas, El listo, El pelota, La trepa, Morritos, Llorón, Numeritos y El Reglas no ayuda la verdad. En el mejor de los casos saldremos diciendo que El llorón no lo es tanto, pero seguirá siendo el llorón.

Es necesario entender el porqué de los comportamientos e intentar que esto no condicione las decisiones a tomar. No hay un rango de preocupaciones como tampoco lo hay de duelos. La intensidad de las preocupaciones va en relación de la responsabilidad que soporta cada cual, y que la afectación sea menor no hace que la angustia también lo sea, y quizás aquí esté la clave. No en hacer de menos las preocupaciones, sino en objetivarlas de forma conjunta. Son diferentes, pero no mayores. Esa manía de hacer rankings de todo, esa necesidad de ser los que más lo que sea lo que provoca es que en lugar de entender las preocupaciones ajenas nos esforcemos en justificar las propias.

Es curioso, porque si lo piensan bien, es bastante difícil que un tercero llegue a entender de verdad qué nos preocupa o qué nos duele y a pesar de esto nos empeñamos en recibir la respuesta que creemos necesitar a nuestras preocupaciones, pero no somos capaces de hacer el esfuerzo de intentarlo con terceros.

Hay que tener el valor para contar lo que nos preocupa y la amabilidad de escuchar y tratar de entender lo que les preocupa a otros, claro que sí, pero también hay que tener la capacidad y la valentía de asumir de que nuestra preocupación puede no ser compartida y que es posible que no obtengamos la respuesta que creemos merecer, bien porque no se pueda o bien, ojo, porque no los merezcamos, que también puede ser. Leyendo el otro día sobre Georgia O’Keaffe, pintora estadounidense, decía que “no es suficiente con ser amable, majo, en la vida, también hay que ser valiente, echarle valor”. Totalmente a favor, el valor no es sólo necesario para asumir riesgos, sino también para encajar frustraciones, algo así como lo que decía Laporte el otro día sobre Nadal, lo relativo de ganar y perder. Está muy bien querer siempre un poco más, igual de bien que asumir que no siempre se conseguirá, o no será fácil.

Que no conseguir lo que uno se propone también es de valientes. Y de guapas.


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