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Opinión / Sabatinas

El síndrome Titanic

Por Fermín Mínguez

¿Lo conocen? He leído esta semana sobre él en un libro de Bauman, otra vez Bauman, titulado Miedo líquido. Es de 2006, para los que piensen que esto no se veía venir.

Escena final de Titanic.
"En los momentos de bonanza nos olvidamos de lo frágiles que hemos sido y lo que nos ha costado llegar hasta aquí. Pensamos que mantener lo conseguido requiere otro tipo de esfuerzo, como cuando empezamos a dejarnos de cuidar porque ya tenemos pareja estable, por ejemplo. Y eso es una falta de respeto hacia lo conseguido y una temeridad en cuanto a lo que nos queda por hacer".

¿Se acuerdan de Bauman? Hablamos de él y de su sociedad líquida a finales de 2018. Pues esta semana ha vuelto a aparecer después de una conversación con Sara.

El libro está escrito justo después del desastre del Katrina y muchas de sus reflexiones son aplicables a lo que pasa hoy en día. A mí me ha sorprendido mucho por la vigencia de sus propuestas y por lo imbécil del ser humano y su arrogancia para creerse por encima del bien y del mal.

Bauman define el síndrome Titanic en un párrafo muy poético, pero viene a decir que es el miedo terrible a perder todo de golpe por una situación sobrevenida e inesperada. Pero sobrevenida e inesperada por no prevista. Nos puede sorprender que nos den un pelotazo en la cara si estamos en una biblioteca, pero si nos lo dan viendo un partido de fútbol detrás de una portería, no será tanta sorpresa sino falta de previsión, ¿no creen?

Bauman dice que en el caso del Titanic, el iceberg no es tanto culpable como catalizador de la desgracia. Que el problema fue la falta de previsión de que una catástrofe así pudiera pasar, la ausencia de un plan de evacuación adecuado, y el número de botes salvavidas, por ejemplo, que hubieran permitido salvar muchas más vidas y no condenar al pobre Jack a morir congelado porque Rose no le dejó subir a la tabla.

Tiene sentido pensar que en un viaje como el del Titanic pudiera aparecer un iceberg, u otra incidencia natural, que pudiera poner en peligro el proyecto, pero como era remota era mejor obviarla y pensar que no iba a pasar. Cita Bauman que “para impedir una catástrofe, antes hay que creer en su posibilidad. Hay que creer que lo imposible es posible”, y ese es el problema, que aquí lo de creer que lo imposible es posible como que no. Estamos por encima del bien y del mal, insisto, sobre todo cuando nos está yendo bien en la vida.

En los momentos de bonanza nos olvidamos de lo frágiles que hemos sido y lo que nos ha costado llegar hasta aquí. Pensamos que mantener lo conseguido requiere otro tipo de esfuerzo, como cuando empezamos a dejarnos de cuidar porque ya tenemos pareja estable, por ejemplo. Y eso es una falta de respeto hacia lo conseguido y una temeridad en cuanto a lo que nos queda por hacer.

Es fácil hablar ahora de la falta de previsión con el Titanic, hay que ver que descerebrada y qué egoísta esa gente que no se supo preparar. Otra cosa es nuestra sociedad, donde en un mundo globalizado e internacionalizado, donde conviven costumbres ancestrales y modernidades y dónde todo el mundo viaja y se mueve, donde se envían paquetes y mercancías de un punto del mundo al otro pasando por manos que desconocemos, fuera a aparecer un virus contagioso que se convirtiera en pandemia. Por favor, cómo iba a pasar eso, y menos en nuestro mundo civilizado, seguro y moderno. Eso les pasa a los países pobres y lo solucionamos con una canción y un donativo a Manos Unidas, ¿no?

Pues no, queridas y queridos, esta arrogancia acaba de ponerse un poco de aceite y sal y nos la vamos a tener que tragar. Bauman cita un libro de 2002 de Dupoy donde dice que “el anuncio de una catástrofe no produce cambio visible alguno ni en nuestra manera de comportarnos, ni en nuestro modo de pensar. Incluso cuando se la informa, la gente no se acaba de creer los datos de los que ahora tiene conocimiento”. ¿Les suena?  Estamos “a una sola conmoción del infierno”, y sin embargo no hacemos nada como sociedad para prevenirlo. Hemos tenido otras experiencias que nos avisaban de esto, pero hemos preferido subir a cubierta a escuchar a la banda tocar mientras otros se iban ahogando.

Cita Bauman también a Stephen Graham, (ya les he avisado de que esta semana me escribía Sygmund el artículo), que decía que “somos cada vez más dependientes de sistemas complejos y distanciados para el sustento de la vida”, no hay más que ver cómo nos ponemos cuando se cae WhatsApp o lo que nos afectan los retrasos en Amazon. No puedo evitar pensar en mi tío Jesús, hombre de bien y de campo, si alguien le explicara ahora que las verduras no le llegan a casa porque hay retrasos en la entrega a domicilio. Lo puedo escuchar partirse de risa en su sillón de mimbre. Hemos delegado en terceros responsabilidades propias en un intento de alejar el riesgo de que algo malo nos pase, buscando poder echar la culpa a terceros, mientras la orquesta sigue tocando. Bueno, actualmente ni esto, ahora nos entretenemos escuchando Resistiré, una y otra vez, y otra, y otra más, en los balcones mientras seguimos incrustados en el iceberg. Pero sólo de 20:00 a 20:03, que el resto del día entramos en esa guerra de todos contra todos que decía Hobbes, y cita Bauman, aumentando el precio de las mascarillas de dos céntimos a un euro, vendiendo las que son lavables a ocho euros en farmacia, aumentando el precio de agua y papel desechable, y llamando reglas de mercado a aprovechar la necesidad provocada por la tragedia para sacar partido. Pero a las ocho de la tarde, puntuales, aplaudimos a los profesionales que el resto del día apretamos. Esos tres minutos somos la dulce Rose que baila con Jack en la peli, y el resto del día la que no deja subir al que se ahoga en la tabla. Todos contra todos.

Nos sorprendemos por lo que llevamos años ignorando, sabiendo que no estaba bien, pero como no nos afectaba era soportable. Me indigna ver ahora como nos llevamos las manos a la cabeza con el tema de las residencias, cuando hemos estado castigando, menospreciando y ninguneando el sector hasta ayer mismo, pero de esto hablaremos largo y tendido. Ahora toca compararse con los que están peor y buscar culpables para justificar nuestra ineptitud e incapacidad, estupenda generación de liderazgo la nuestra.

Cita otra frase que me ha encantado Bauman, de Dan Barry en un artículo del New York Times, en relación con los días posteriores al Katrina donde decía que “lo incomprensible ha devenido rutina”, brutal. Ahora que lo incomprensible de estar encerrados, de no poder ver a quien queremos, ni despedirnos de quien hemos querido se ha convertido en rutina, sólo espero que el próximo hundimiento social no nos encuentre con una orquesta de balcones y ruedas de prensa esperpénticas y sí con un compromiso social y una estructura suficiente para que lo incomprensible sea al menos previsible.

Aute, al que echaré de menos, ya cantó algo parecido. Él ya sabía de la importancia de la belleza, y de las intenciones los hacedores de Titanics…

Ánimo.


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El síndrome Titanic