• martes, 16 de abril de 2024
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Opinión / Sabatinas

Economía de abundancia

Por Fermín Mínguez

Mucho mejor que la economía de escala, de la que hemos abusado tanto que la hemos acabado pervirtiendo. De la oportunidad de optimizar procesos hemos pasado a priorizar el coste, también el humano, frente a la calidad.

Una cesta con tomates. ARCHIVO
" El peligro es que esta prevalencia del ahorro se contagie también a los valores personales y a los logros sociales, y en aras de defender lo básico renunciemos a todo lo importante que lo rodea".

Lo hablaba el otro día con Belén en Madrid, hay que pensar en abundancia decía, porque si piensas en términos de escasez, al final es lo que consigues, escasez. Y tiene razón.  Porque hay que ser muy inocente para pensar que si el objetivo único es reducir costes, conseguir el máximo ofreciendo lo mínimo, no vaya a haber consecuencias en la calidad, en la estructura o en las personas que lo producen.

El otro día lo pensaba en una gran superficie cuando una señora se quejaba de que los tomates no sabían nada. Lo hacía mientras compraba los de oferta, que eran unas bolas rojas brillantes preciosas más parecidas a los dibujos animados que a los tomates de huerta que veía de pequeño. Un muchacho le indicó que podía coger los biológicos, que eran mejores. “Sí, pero más caros”, dijo la señora gruñendo. Se me ocurrió preguntar al tipo de la fruta cuál era la diferencia entre unos y otros. (No se si les ha pasado, pero cuando uno es varón y pregunta en tiendas de alimentación, le contestan como si fuera imbécil, como si estuvieras fuera de tu hábitat, hasta cara de pena te ponen, nos queda por hacer, sí).

Los biológicos vienen de las huertas, se tratan sin productos, directamente de la tierra, me dijo con aire de tesis. Y los otros de dónde salen, pregunté, ¿de IKEA? No le hizo mucha gracia, y me explicó que los otros vienen de China, o de no sé qué país de chinos, literal, y que ahí se producían a mansalva y sin cuidado y por eso eran peores, pero más baratos.

Lo dijo con desprecio mientras miraba a la señora, “vaya mierda de tomates se lleva, señora”, le faltó añadir. Ella que lo vio decidió arriesgar subiendo a la red y le preguntó que por muchos tomates que produjeran no entendía por qué era más barato traer nada desde China que desde las huertas del Llobregat. El muchacho no esperaba el ataque y devolvió la bola de milagro con un “a mi no me diga que me pagan cuatro duros por estar aquí y no tengo ni idea de fruta”. La señora cargó el brazo, levanto la raqueta y respondió “pues cualquier día te cambian por dos chinos”. Bola, set y partido para la señora que se fue con sus tomates malos pero henchida de dignidad.

El problema es el mismo, el de los tomates y el del muchacho, anticipar coste a estructura, diferenciarse por precio. Es curioso como la reducción sistemática de precios ha tenido un efecto bumerán en la oferta. Lo que antes era normal por básico, como las verduras de pueblo, por ejemplo, ahora pasa a ser algo gourmet por comparación con la calidad de los productos de producción masiva. Empezamos utilizando el crecimiento para ahorrar costes, impulsando economías de escala, y lo convertimos en presión asfixiante. No sólo en alimentación, claro, el tiempo que se dedicaba al barbecho en agricultura es el mismo que se dedicaba a la gestión del talento y la creatividad en las empresas e instituciones. Ese espacio del que no se esperaba producción inmediata, sino que la empresa pudiera aprovechar ese tiempo de reflexión para mejorar o incluso reinventarse si hiciera falta.

Hace no demasiado uno iba a comprar fruta, elegía la que más le gustaba, lo más normal era que fuera fruta de proximidad, y si comprabas bastante te llevabas unas manzanas de regalo. Ahora eso es la excelencia, lo extraño. Pero igual ha pasado con el diésel, hay uno bueno, que yo diría que es el normal de antes, y uno barato que no dura nada. Hemos apostado tanto por reducir precios y estructuras que lo que era básico ahora es extraordinario. El peligro es que esta prevalencia del ahorro se contagie también a los valores personales y a los logros sociales, y en aras de defender lo básico renunciemos a todo lo importante que lo rodea.

Sería conveniente volver a pensar en abundancia, en lo que se puede llegar a conseguir, en invertir recursos en la posibilidad de mejorar. Ojo, a la posibilidad, no sólo a la mejora. Leyendo sobre la abundancia me he encontrado que tiene hasta leyes, hasta diez hay que la definen y el resumen es que al final hay que perseguir lo que se quiere conseguir, y si se consigue compartirlo para que pueda crecer y seguir compartiéndose. Vamos, nada que no conozcamos y que no pongamos en práctica con nuestros amigos, o con la gente que queremos o respetamos.

Pensar en abundancia tiene que ver con la voluntad de mejorar lo que nos rodea más allá de proteger lo propio, de ver lo positivo en lugar de lo negativo, o como decía David Lynch mejor fijarse en el donut que en el agujero. Pensar en crecer antes que en mantener, cambiar miedo por riesgo o por vértigo.

Ya disculparán la perorata de hoy, falta solo una semana para que llegue a mi fin de año y estoy ya pidiendo la hora. Puede que sea el cansancio, sí, o puede que sea el convencimiento de que es hora de confiar en la gente de bien, la honesta, y en sus posibilidades y dejar de hacer caso a agoreros y metemiedos que sólo apuestan por lo raquítico como forma de subsistencia. A lo mejor es eso, fíjense, a lo mejor es que la abundancia cuestiona y da miedo.

Yo prefiero tomates de los que saben a tomate, ¿ustedes también? A algunos sitios sólo se llega volando.


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