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Blog / Capital de tercer orden

La llamada de la montaña

Por Eduardo Laporte

La muerte de un navarro en el Himalaya nepalí nos trae de nuevo la pregunta: ¿qué tienen esas cumbres?

Nunca entendí a los alpinistas. Llegué incluso a juzgarlos con un punto de displicencia, como se juzga a quien acude a que le echen las cartas o aguanta horas de espera para comprar un décimo de La Manolita. Supe de un conocido con tendencias esquizoides que se escapaba del trabajo, en plena rutina otoñal de faxes y albaranes, para escalar las peñas de Echauri.

En los fosos de la Ciudadela, me gustaba mirar a esos lagartos de asfalto que se pegaban a las paredes levemente inclinadas como una suerte de chiflados que, de no estar con los pies de gato calzados, lo mismo se metían al jaco o a la lucha armada. También me pareció un deporte para pobres. O para euskalbarbas.

Mi única experiencia activa con la montaña tuvo lugar en los Mallos de Riglos, circa abril de 2002, cortesía de un ron venezolano que por entonces bebíamos por litros en la que fuera nuestra Cavern destrozahígados, el bar Los Portales. Le dábamos tanto al roncola (si hubo una generación perdida ha sido la nuestra) que nos tocó, a mi amigo Beñat y a mí, un viaje patrocinado por equis marca alcohólica, que incluía unas pruebas de deporte de riesgo (moderado y para novatos), que si rafting, rápel y escalading.

Los seleccionados para ese inefable fin de semana éramos una fauna de lo más selecta, llegados a ese punto perdido de Huesca por nuestros méritos en el levantamiento de vidrio en barra fija. Sólo algunos vinieron con sanas intenciones competitivas; se retiraron pronto a dormir mientras el resto nos dedicábamos a la ingesta desaforada de la bebida favorita de los piratas. Al día siguiente, con apenas un par de horas de sueño, pertrechado con los atavíos del montañero medio, pegado a la pared como una lapa a la roca, sentí el vértigo más tremebundo del mundo. Al vértigo de la resaca se sumaba esa sensación nunca antes experimentada de trepar hacia el cielo. Empecé a entender a los alpinistas.

LA LLAMA

No sabemos las motivaciones del malogrado montañero chantreaño fallecido y los otros acompañantes para abrazar esas latitudes exóticas. Este año tuve ocasión de leer un texto aún inédito de Javier Serena, titulado ‘La llama’, en el que aparece un personaje inspirado en Iñaki Ochoa de Olza. En su día, Javier también llegó a sentir un cierto rechazo soberbio hacia ese personaje, persona en este caso, al que le unía una relación de vecindad.

Pero poco a poco fue mutando su concepto de él, como si escondiera cierta sabiduría, lejos del estereotipo de flipao que se echa a la montaña porque no encaja en ningún lado o porque no le da la gana ponerse a trabajar. Había algo en él, una llama que se había encargado de mantener viva hasta hacerla casi inextinguible, que se propone como una lección de vida. Como ‘Pura vida’ se llama el documental sobre sus últimos días y la movilización que provocó su intento de rescate entre sus amigos.

‘Desde el silencio’ es el relato de Eduardo Strauch, uno de los 16 supervivientes de la tragedia en los Andes, ‘¡Viven!’, que devoré este verano como devoré en su día, con apenas 12 años, el libro de Piers Paul Read. Es un testimonio más íntimo, escrito cuarenta años después de los hechos, y en el que Strauch nos regala confesiones como que su primer amor es la montaña. Aunque se casó hace más de 35 años, su propia mujer reconoce que no superará la condición de amante, porque su verdadera esposa es la montaña.

ÉXTASIS DE LO POSIBLE

Su caso es particular, porque la montaña marcó su vida. Los 72 días en la cordillera, obligado a una vida de náufrago de nieve, sin saber si los rescatarían o no, sobreviviendo con la carne de sus amigos muertos, que conforme se suavizaba el invierno comenzaban a podrirse y a oler mal, lo unió para siempre a ese punto concreto de la geografía. La comunión tan estrecha con sus compañeros de lucha tuvo mucho que ver, así como lo acotado del lugar, de su vida, y toda esa serie de vivencias que, por razones que sería difícil enumerar, llevaría consigo para siempre. Pero también estaba la belleza, esos momentos de soledad en que salía del fuselaje para fumar un cigarrillo en el silencio de la noche. Sólo quienes han estado de verdad en la montaña, y por montaña no me refiero a una excursión de domingo por la sierra del Guadarrama, lo saben.

La montaña, como el Sahara, léase ‘Los amigos del desierto’, de Pablo d’Ors. Espacios abiertos donde se diría que acaba aflorando el alma. «Lo que me atrae del vacío es el éxtasis de la posibilidad», se dice en el citado libro. Algo de eso debieron de sentir los diez montañeros navarros a los que sorprendió una avalancha de rocas durante «un minuto interminable». Todos pudieron sortearlas con más o menos suerte, menos uno. Es probable que, como esos amigos del desierto, o como Eduardo Strauch en sus visitas al lugar sagrado del accidente del Fairchild, también buscara la belleza, el alimento necesario para el mantenimiento de llama, o para su mero alumbramiento. Descanse en paz.

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