• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

En Madrid no muere nadie

Por Eduardo Laporte

En casi quince años en la capital de España, apenas recuerdo haber asistido a un funeral: las exequias parecen haber pasado a mejor vida.

Esquelas colocadas sobre una pared en una calle de Siena. EDUARDO LAPORTE
Esquelas colocadas sobre una pared en una calle de Siena. EDUARDO LAPORTE

En este posposmodernismo líquido-gaseoso en que vivimos, se diría que la gente ha dejado de morir. Pero nada más lejos de la realidad, como recuerda Kathryn Mannix en su reciente y apasionante ‘Cuando el final se acerca / Cómo afrontar la muerte con sabiduria’: la tasa de mortalidad sigue siendo del 100%.

Todavía seguimos teniendo, dice la autora, experta en cuidados paliativos, dos días con menos de 24 horas. El primero, que celebramos cada año, y el último, «el que hace que atesoremos la vida».

Cuando vivía en Pamplona, la asistencia a funerales era algo habitual, reverso taoísta a la asistencia a bautizos, bodas y comuniones, la famosa BBC, más allá de la que formaron Bale, Benzema y Cristiano. En Madrid, apenas he acudido a ninguno en casi quince años, bien sea porque los finados celebran sus exequias en su lugar de origen, subrayando la condición transitoria que tiene Madrid, ya sea por desconocimiento. Veo que Navarra.com publicita su servicio de esquelas, esa página que mis abuelos consultaban casi con urgencia, en un gesto que supongo que ha ido, signo de los tiempos gaseosos, perdiéndose. Pero la gente sigue muriéndose.

La gente sigue muriéndose, pero han muerto también los canales para conocer esos adioses. El verano pasado, en las callejuelas de Siena, descubrí esquelas de los vecinos fallecidos pegadas con cola fresca en la pared.

La Iglesia sigue siendo uno de los pocos vehículos de estas últimas noticias, con su recordatorio diario de aquellos «que durmieron en la esperanza». Dice Kathryn Mannix que la muerte se mantiene como el gran tema tabú y es cierto que las redes sociales nos comunican a menudo los inesperados adioses de uno u otro, pero también es cierto que hay algo de intrusismo temático en esos foros. La muerte no pega con Facebook, con Instagram, ni siquiera con Twitter. No sabemos dónde colocar a la muerte, como a ese invitado charlatán de más que todo el mundo rehúye en tal comida navideña.

UNA APP MORTUORIA

Hace poco me encontré con una antigua vecina de mi expiso de Lavapiés. El dato de que el señor del tercero, Antonio, sí, el de bigotes, el policía retirado, se había muerto de un infarto fulminante me supo a película de Fellini. Prefiero ser un corazón que siente a un ojos que no ven. Me hubiera gustado ir a su funeral, no es que lo conociera mucho, pero le tenía cierto aprecio vecinal.

En su condición de eterno policía, manque retirado, me confesó una vez que había seguido barrio abajo a un ladrón de libros que me surgió y que me llevaba por el valle de la amargura. Desde entonces, dejó de merodear por mi buzón y volvieron a llegar con regularidad los libros de las editoriales. Me enteré de su muerte de casualidad y me dio pena pero preferí conocer el dato. Una muerte no asimilada quizá sea más muerte. ¿De cuánta gente conocida, con la que tuvimos un ligero vínculo pero vínculo al fin y al cabo, ignoraremos su marcha? Las grandes ciudades nos escamotean esa información, condenándonos a esa nebulosa de la que hablaba Gómez de la Serna.

Podría inventarme una cita y decir que una sociedad que no despide a sus muertos es una sociedad enferma y quedaría bien. Seguramente la haya dicho alguien, quizá el mismísimo Jean Louis Valencien, de cuyo funeral, por cierto, tampoco me enteré, aunque lo mismo sigue vivo.

Quizá en el futuro se invente una aplicación que te informe de aquellos que, con un mínimo de tres grados de separación, hayan pasado a mejor vida. Uno podría entonces despedirse de esa persona, enviar unas palabras a los seres queridos, y seguir atesorando la suya propia.

El otro día entré en una tienda de decoración y vi tantas llamadas a la sonrisa, Smile, hoy es un día maravilloso, sonríe, sonríe, joder, sonríe copón, no me seas tristón, que pensé que aquel podía ser un escenario perfecto para la secuela de ese peliculón que es ‘Un día de furia’.  Esa obligación social por ser feliz, por sonreír, me parece más enfermiza que una melancolía pasajera y bien llevada. Los creadores de esas tazas olvidan que para sonreír, a veces ha habido también que llorar. Como para vivir en plenitud necesitamos morir un poco, aunque sea acompañando a los que lo hacen del todo antes que nosotros.

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