• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Abrazos y patadicas

Por Eduardo Laporte

El lugar en el que fuiste feliz tiene esa doble facultad de seducirte y repelerte: breve crónica de unos días de encuentros y desencuentros

Imagen del edificio de los Maristas, edificio de Víctor Eusa. FOTO EDUARDO LAPORTE
Imagen del edificio de los Maristas, de Víctor Eusa. FOTO EDUARDO LAPORTE

Mi abuelo León dejó escrito que nació en un pueblo incrustado entre montañas. Me gusta eso de incrustado. Un buen verbo vale más que mil palabras. Se refería a Ochagavía, donde nació el año en que murió Tolstói: 1910. Yo lo hice décadas después en una ciudad perfectamente clasista en cuanto a su orografía: la meseta para los burgueses, el populacho debajo. Me fijé al pasar por la intrincada escalinata que lleva al Club Amaya, en la no menos empinada cuesta de Beloso.

Los pijos del Tenis no teníamos que subir escarpadas escaleras, la planicie, como el piso principal, es cuestión de clases. Di entonces con la Clínica San Francisco Javier, que es donde nací, decía, en lo que es una casona perfectamente vasca, como es vasca toda la arquitectura del barrio en que se enclava, Argaray.

Acudí con el ingenuo deseo de colarme en sus instalaciones y conocer de cerca los primeros escenarios que sintieron mis ojos nuevos, pero en lugar de eso encontré escombros y olor a rata. Hace años que el edificio está abandonado y la maleza crece en rededor en lento avance. El lugar en que nací, una casona vasca, moría inmisericorde, dos impactos considerables en mi primera salida de robinsón urbano de estos días.

Alcancé en un pispás el Arga, en un paseo, el Pamplona-Villava, que en mi infancia se me antojaba una peregrinación a la Meca y que, con el modo paseante madrileño activado, pues son diez minutos. Me gustan las ciudades con río y me apena no haber exprimido más ese Arga nuestro. Pamplona como ciudad total en el que lo rural y lo urbano conviven en feliz matrimonio.

Vuelta para arriba, la imponente cruz del seminario que proyectó Víctor Eusa, con su claustro hipermoderno para la época. No sé si esa cruz me abraza o me oprime. Lo llamaron el Gaudí navarro y en 1933 inauguró la casa en la que viví 25 años. No sabría decirte si su estilo me gusta o me disgusta, su estilo es Pamplona, una cierta Pamplona, la Pamplona fascista, la Pamplona de Maristas, que proyectó en 1960 y que me da ganas de llorar de sólo verlo, como toda la avenida Galicia en general…

Hubiera preferido a un Gaudí de verdad, o a un Antonio Palacios, el arquitecto de Madrid, con su regionalismo más alegre, su Palacio de las Comunicaciones, su Círculo de Bellas Artes, para Pamplona. Pero nos tocó un Eusa que, leo en Wikipedia, fue alumno del propio Palacios antes de la guerra. Eusa, leo también en Wikipedia, murió en 1990. ¿Por qué no me enteré? Nunca nos enteramos de lo importante. ¿Me gusta Eusa? Pues no lo sé. Hay un momento en que las cosas pasan a otra categoría, por encima de nuestros gustos.

RESQUEMORDOR

Desayuno en uno de esos bares como de polígono industrial, amplios y prácticos, que frecuentan esos pamplonicas de bien que se llaman Satur Navascués (él) y Asun Goñi (ella) y que comen relleno con tomate los domingos. Me alegra comprobar cómo aquello parece una biblioteca moderna, todos con su prensa en papel bien amarradica a la mesa, aunque algo me dice que no están leyendo los artículos más sesudos de un Santos Juliá sino el cuadernillo del deporte base.

Por la tarde, comento con mi tío Julio estas impresiones. Su padre, poeta, periodista y hombre culto y sensible en general en una Navarra y una época de brutalidad y tosquedad como de Calle Mayor, dirigió Arriba España desde el comienzo de la guerra. Habría tres periódicos durante el franquismo, en un catálogo policromo que iba del gris oscuro al gris claro: el citado Arriba, el carlista El Pensamiento Navarro y Diario de Navarra que, entonces, me cuenta mi tío, flirteaba con el mundo vasco de un modo que hoy negarían muchos de sus directores.

Algo de eso dice Tomás Urzainqui en La pelota vasca, que la dicotomía entre lo navarro y lo vasco, con su correspondiente frontera mental, es algo surgido o alentado tras la Transición. Mi amigo Germán me lo sugiere como referencia curiosa, como la de Juan María Olaizola, autores ambos de La Navarra Marítima, donde apuestan por ese llamado pan-navarrismo que en su voz, leo por ahí, ya no es facha sino molona.

No existe lo vasco, todo es navarro, o nabarro. No hay euskera, sino navarro. Pamplona, dice el irunés Olaizola, como su particular Jerusalem. De nuevo, no sé si indagar en ese caleidoscopio etnicopolíticohistóricoesencialista o salir corriendo. Apuro mi segundo vermú casero en la hora en que los solteros forasteros sobramos en la capital de tercer orden y busco un supermercado. Las tres de la tarde, festivo, y el Segundo Ensanche no es que esté vacío, es que está quieto, parado en el tiempo, como la cúpula de los Caídos y su tristorra sala de exposiciones de la plaza liberada. Se me ocurre un nombre para una ciudad literaria basada en la que piso: Resquemordor.

IKASTOLAS NI DE COÑA

¿O quizá Reskemordor? La lengua, me temo, como arma arrojadiza para tener argumentos para la greska. En la cafetería de antes, escucho a un corrillo muy indignado por cómo les trataron en tal aeropuerto. El petimetre medio lleva muy mal una cierta obediencia civil que ve como una especie de intolerable sumisión, un ataque contra su dignidad de persona humana. Uno de ellos se ufana de haberse plantado ante la autoridad y haber logrado pasar con su mariconera, digo riñonera, por el arco de seguridad. Muy bien. Me oculto entre los periódicos y me asalta un artículo de Jaime Ignacio del Burgo que, como el dinosaurio, aún sigue allí, con sus amejoramientos, leyes paccionadas y foralidades de muy señor mío. Como siempre, no entiendo nada.

Camino del banco, me encuentro con unos y otros. Es un tipo extraño de vida social esa, del paseante, exclusivo de las ciudades de provincias, que también me parece tan grata como coñazo. Ya en mi destino, un empleado dice que le suena mi nombre y lo asocia a los artículos que escribo en este medio que me aguanta. Siempre pienso que no me lee nadie, pero alguien debe de hacerlo.

La gloria hiperlocal era esto. Me felicita por mi labor, «es más necesario que nunca». De nuevo, no sé si sentirme contento o lo contrario. El empleado de banca tiene hijos y paga impuestos, más que nunca, 3000 o más al año desde que llegaron los vascos. La política no influye en la vida cotidiana, me dirían luego a la hora del vermú. Ay, qué lío.

—Esto nos cuesta sufragar rescatar una lengua prerromana…

—¿No van a ikastola?

—¡Ni de coña! Si sólo hubiera un único colegio en toda la ciudad y fuera una ikastola, preferiría que mis hijos estuvieran sin alfabetizar.

En el autobús, me acuerdo del terrorista arrepentido que contaba que, cuando accionó el coche bomba, sólo quería escapar de la ciudad. Sintió necesidad de calor humano, reconoce, y cómo esa ciudad ajena le expulsaba como el organismo se libra de un cuerpo extraño. Mis tribulaciones no llegarían a tanto pero, cuando enfilo Sancho el Fuerte, Pío XII, salgo del túnel del Perdón y siento Madrid en el horizonte, no siento abrazos ni patadas, sino paz.

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Abrazos y patadicas