• viernes, 29 de marzo de 2024
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Blog / La cometa de Miel

Yo siempre tengo razón

Por Pablo Sabalza

El que cree tener razón entre todas las cosas, la razón de las cosas desconoce.

Recreación de una imagen de un hombre 'gigante' ante otro muy pequeño.
Recreación de una imagen de un hombre 'gigante' ante otro muy pequeño.

Estoy convencido de que alguna vez han coincidido con una persona que se cree con el conocimiento de la verdad absoluta.

Ese tipo de gente que no acepta un debate, un intercambio de pareceres, una mesa redonda.

Sus apreciaciones crean cátedra y sus aportaciones deben ser indiscutibles.

Llevarles la contraria conlleva malas caras, reproches o, incluso, desplantes.

Una vez me contaron una curiosa historia a este respecto…

Había una vez un bar de mala muerte, en uno de los barrios más turbios de la ciudad.

El ambiente parecía haber salido de una novela policiaca de serie negra de esas que nos invaden en las librerías.

Un pianista borracho y ojeroso golpeaba un blues aburrido, en un rincón que apenas se divisaba entre la escasa la luz y el humo de cigarrillos apestosos.

De repente, la puerta se abrió de una patada. El pianista cesó de tocar y todas las miradas se dirigieron a la entrada.

Era una especie de gigante lleno de músculos que se escapaban de su camiseta, con tatuajes en sus brazos de herrero.

Una terrible cicatriz en la mejilla daba aún más fiereza a su cara de expresión terrible.

Con una voz que helaba la sangre, gritó:

-¿Quién es Pablo?

Un silencio denso y terrorífico se instaló en el bar. El gigante avanzó dos pasos, agarró una silla y la arrojó contra un espejo.

-¿Quién es Pablo? –volvió a preguntar.

Un pequeño hombrecillo con gafas separó su silla de una de las mesas laterales. Sin hacer ruido, caminó hacia el gigante y, con voz casi inaudible, susurró:

-Yo… Yo soy Pablo.

-Ah! ¿Así que tú eres Pablo? Yo soy Maximiliano, ¡hijo de puta!

Con una sola mano, lo levantó en el aire y lo arrojó contra un espejo. Lo levantó y le pegó dos puñetazos que parecía que le iban a arrancar la cabeza. Después le aplastó las gafas. Le destrozó la ropa y, por último, lo tiró al suelo y saltó sobre su estómago.

El gigantón se acercó a la puerta de salida y, antes de irse, dijo:

-Nadie se burla de mí. ¡Nadie! Y se fue.

Apenas se cerró la puerta, dos o tres hombres se acercaron a socorrer a la víctima de la paliza. Lo sentaron y le acercaron un whisky.

El hombrecillo se limpió la sangre de la boca y empezó a reírse, primero suavemente y después a carcajadas.

La gente lo miró sorprendida. ¿Los golpes lo habían vuelto loco?

-No entendéis nada –dijo. Y siguió riendo. Yo sí que me he burlado de ese idiota.

Los demás no podían evitar la curiosidad y lo asaltaron a preguntas.

¿Cuándo?

¿Cómo?

¿Con una mujer?

¿Por dinero?

¿Qué le has hecho?

¿Lo enviaste a prisión?

El hombrecillo siguió riendo.

-No, no. ¡Yo me he burlado de ese estúpido ahora, delante de todos! Porque yo…¡Ja, ja, ja! Yo…

- …¡Yo no soy Pablo!

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