• martes, 19 de marzo de 2024
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Blog / La cometa de Miel

Yo soy el tataranieto de la calle Barquilleros

Por Pablo Sabalza

‘Tengo barquillos, barquillitos. ¿Te gustan mis barquillos, preciosa?’

Tatarabuelos de la calle Barquilleros.
Tatarabuelos de la calle Barquilleros.

Cada verano desde que nací acudo, en concreto a mediados de agosto, a un pueblecito del interior de la provincia de Cantabria llamado San Pedro del Romeral para así disfrutar durante una semana de la compañía de mi madre (pasa largas estancias) y de los familiares y allegados que en aquel maravilloso paraje habitan.

Te diré que a tres kilómetros del pueblo hay un manantial conocido como la Fuente de La Mora. El agua proviene de lo alto de la montaña y es tan fresca que, cuando mis manos se transforman en un cuenco y la pruebo, ay, cuando la pruebo, se funde mi lengua en un rezumado frescor de raíces de árboles y pétalos.

El sabor del aire es grato a mi paladar urbano.

Cada mañana el rocío invita a los caracoles a su libertad más adolescente.

La niebla no me impide acercarme por los caminos viejos, pues levanta su níveo telón en pocas horas y advierto los campos encender sus colores, otrora plateados por la fina lluvia, y convertirse en horizontales horizontes de lámparas verdes.

Silbo, como lo hacen las estrellas fugaces, canciones alegres y a veces, entre las cabañas donde pacen los terneros, aúllo al eco tu invisible recuerdo.

Allí donde almuerzo un sabroso pan de pueblo y, como recién nacido, me dirijo inmortal a conversar con los sabios lugareños que juegan a los bolos o a las cartas o al dominó, de allí, y no de otro lugar, eran mis tatarabuelos conocidos en Pamplona por la calle de los barquilleros.

‘Tengo barquillos, barquillitos. ¿Te gustan mis barquillos, preciosa?’

En 1876 llegaron mis antepasados D. José Gómez y Dª Josefa Martínez dejando atrás el cántabro valle de Pas, sus sobaos, sus verdes fincas y el sonido del cencerro entre la niebla a una Pamplona que a sus ojos era Nueva York.

Grandes esperanzas depositadas en una tierra que todavía olía el humo de la Guerra Carlista.

Se instalaron en el número 17 de la calle del Carmen. Una de las calles de mi vida. Adquirieron una casa por la que, desde la calleja posterior, accedían a la que hoy lleva su nombre: ‘La calle Barquilleros’.

Elaboraban barquillos y helados y los vendían entre los transeúntes del siglo XIX de aquella ciudad nuestra que hoy se manifiesta ante las injusticias y los despropósitos y que ríe, canta y sueña por un porvenir dichoso.

Vendieron su género por las plazas y callejas y posadas.

Alegraron y seguro, regalaron, a los niños del hambre sus barquillitos.

‘Tengo barquillos, barquillitos. ¿Te gustan mis barquillos, preciosa?’

El negocio continuó hasta el fallecimiento de mi bisabuela, Amalia, a la postre nombre de mi madre.

Hoy, entre las paredes del convento de las Adoratrices y la trasera de la calle del Carmen, se erige una placa con el nombre de mis tatarabuelos.

Les contaré algo.

Aquellos barquilleros de bien vieron desfilar ante sus pasiegos ojos tres generaciones de niños de Navarra. Tres.

Se daban cita todas las clases sociales para dejar sus perras a cambio de la frágil mercancía que vendían.

A estos dos viejecitos, simpatiquísimos y muy buenos, según apuntan, todo Pamplona conocía y estimaba.

El 28 de enero de 1933 falleció mi tatarabuelo, José Gómez. A las cuarenta y ocho horas murió mi tatarabuela, Josefa Martínez.

No pudo la muerte separarlos.

La prensa del momento se hizo eco de la noticia y cuentan que los niños se dieron cita a las seis de la tarde y todos en coro gritaron:

‘Tengo barquillos, barquillitos. ¿Te gustan mis barquillos, preciosa?’

*Dedicado al pueblo de San Pedro del Romeral y a sus gentes, que tanto quiero.

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