• jueves, 18 de abril de 2024
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Blog / La cometa de Miel

La leyenda de San Virila

Por Pablo Sabalza

Los pájaros nos traspasan en vuelo silencioso (Rainer María Rilke).

Interior del monasterio de Leyre. ARCHIVO
Interior del monasterio de Leyre. ARCHIVO

Les voy a contar una historia que sucedió hace muchos, muchos años.

En el siglo IX los prados eran verdes como lo son ahora y las estrellas hipnotizaban a todos aquellos que las admiraban. Los caminos apenas eran hilos de tierra sembrados por el paso del ganado y las gentes intentaban ser felices y créanme que sonreían pese a sus penurias y miserias.

El latido de la vida era muy diferente al que hay ahora.

La tranquilidad imperaba en su día a día. Hablaban despacio, comían sin prisa y si soñaban, que yo sé que soñaban, lo hacían también al ritmo de su época.

El sol apretaba en verano y el frío golpeaba en invierno. Labraban la tierra, comerciaban distintos géneros, cuidaban su ganado. Los niños jugaban a lo que se jugaba en el siglo IX. A ser caballero, princesa, trovador. Tiraban piedras, hacían flechas, corrían a pillarse.

En aquellos años de espadas y caballos hubo un abad en el monasterio de San Salvador de Leyre llamado Virila. Era natural de un pueblecito de la provincia de Zaragoza hoy despoblado llamado Tiermas. Quizás un día nos detengamos a comentar los pueblos abandonados de Navarra.

Una clara tarde, triste y soñolienta tarde de verano (como diría Antonio Machado) se dispuso el abad a dar su paseo diario con el fin de oxigenar sus pulmones y ejercitar su cuerpo.

Su ora et labora se hacía paso en esos caminos de ruta obligada de los peregrinos provenientes de Somport y que se dirigían a Santiago.

Un camino escarpado que el buen abad sorteaba como los saltamontes que por esas lides jugaban. Los rayos de sol se colaban entre los árboles y las sombras se mezclaban entre las hojas caídas simulando unas ser de oro y otras de ceniza.

Los rincones eran misteriosos. El paisaje se abría entre piedras y arbustos mostrando montañas azules a lo lejos. Las raíces de los árboles sobresalían del terreno demandando vida.

Entre tanta irregularidad del lugar halló el abad una fuente de la que emanaba un hilo de agua que era en sí la más bella melodía.

Exhausto, como la última brisa, como el suspiro enajenado, se sentó a descansar.

Entre las ramas un ruiseñor cantaba.

Su música era el alma de las armonías, la esperanza de las lágrimas, el beso que compone una sonrisa.

Y allí quedó el abad llamado Virila, natural de Tiermas, de ese pueblo hoy despoblado y desanimado, absorto por la música de aquel ave que entonaba una y mil tonalidades y creaba un ideal concierto.

Y se quedó dormido.

Despertó tras un dulce sueño. El ruiseñor había desaparecido entre el rumor del estío.

Regresó  Virila por el sendero de las raíces y los saltamontes y las piedras, mientras las distintas mariposas adornaban su vista en el descenso con su colorido revoloteo.

Al llegar a la entrada del monasterio advirtió que aquella puerta de madera que había cerrado hacía unas horas era otra y que la llave que portaba no correspondía a la cerradura. Golpeó la puerta confundido.

Al poco un monje alertado por la llamada abrió al otro lado. Virila se quedó sorprendido, pues no conocía a aquel religioso. Entró en el interior del monasterio y se dio cuenta de que el huerto que durante la mañana había trabajado ya no estaba y que el viejo corral donde dormitaban las gallinas era un pequeño establo con un asno.

Llegaron más monjes, rodearon a Virila y éste advirtió que todos los religiosos a sus ojos eran extraños.

Les apuntó que él era el abad del monasterio y que no comprendía quiénes diablos eran ellos y qué demonios hacían en su abadía.

Ante tal misterio decidieron dirigirse al archivo del cenobio con el fin de desvelar tan incomprensible enigma.

La respuesta sacudió por igual a los monjes como a nuestro buen abad, ya que el cartulario recogía que hace 300 años, sí, amig@s, 300 años, hubo un abad que un día emprendió su acostumbrado paseo y que en la espesura del bosque desapareció para siempre.

Virila, a través del bel canto entonado por aquel ruiseñor, quedó embelesado durante 300 años.

Muchos siglos después, concretamente, el pasado domingo 23 de agosto, mis buenos amigos sangüesinos, David Aranguren y Maxi Mayayo, junto a Sherezade y un servidor recorrimos el sendero que nace a las puertas del monasterio de Leyre y conduce a la fuente de San Virila.

El camino es el mismo que les he descrito en este humilde texto.

Quizá, sólo quizá, tengan la oportunidad de toparse con un ruiseñor durante el camino y así quedarse dormidos durante 300 años.

El problema es que al despertar no sabría decirles, exactamente, el mundo que se iban a encontrar.

 

*Dedicado a David y a Maxi. Y al agua que palió mi sed, que era mucha en aquel domingo.

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La leyenda de San Virila