• martes, 19 de marzo de 2024
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Blog / La cometa de Miel

Llámame raro

Por Pablo Sabalza

No hay belleza perfecta que no tenga alguna rareza en sus proporciones

Gabo y flores amarillas
Gabo y flores amarillas

No soy tan maniático como Jack Nicholson en la película titulada ‘Mejor… Imposible’ y que le valió su tercer Óscar. No lo soy.

No acostumbro a coger las galletas de dos en dos ni a sacar un pie de la cama para poder dormir ni a tener una almohada dura y otra blanda. Tampoco.

No mando un mensaje a una buena amiga cada mañana deseándole un feliz día ni me pongo corbata azul todos los martes ni salgo de casa cada mañana con el pie derecho.

¡Por quién me toman!

Yo soy raro a mi manera. Extravagante en muchas ocasiones. No les voy a presentar un racimo de mis peculiaridades personales, entre otras cosas, porque a nadie le importa.

Sin embargo, en lo que concierne al oficio de escribir, ahí sí que les tengo que advertir que soy, como diría Julio Iglesias (padre) …”Raro, raro, raro…”

Escribo una hora todas las noches en horario de doce a una de la madrugada. La noche es fundamental, ya que el silencio en mi caso debe ser absoluto. Siempre a mano, por supuesto. Bolígrafo de tinta negra y punta fina.

Los fines de semana escribo varias horas. Utilizo cuadernos pequeños que contengan una sola línea en sus hojas y deben ser de colores. El primero tiene que ser naranja. El segundo, azul. Verde el tercero. Lila el cuarto. El quinto, rojo…

Al enfrentarme al verso debo escuchar música. Generalmente, Paco de Lucía.

No se sorprendan. No soy el único raro del mundo. Permítanme que habiendo indagado por ahí les cuente lo que hacen o hacían algunos escritores universales a la hora de enfrentarse a un papel en blanco.

Neruda escribía con tinta verde. Isabel Allende hace conjuros antes de ponerse a escribir. Tiene fetiches y comienza siempre sus novelas el 8 de Enero. Al empezar a escribir, enciende una vela. Cuando la vela se apaga, deja de escribir, esté por donde esté. Lo deja todo.

Mario Vargas Llosa, que empieza la escritura a las 7 de la mañana, tiene un orden casi obsesivo. Los libros de su biblioteca están ordenados por motivos curiosos: por tamaño, por países… y se rodea de figuras de hipopótamos de todas clases.

Visto lo visto, no estoy tan perjudicado. Pero esperen, esperen…

Saramago sólo escribía dos folios por día, y ni una línea más.

Gabriel García Márquez necesitaba estar en una habitación con una temperatura determinada. Debía tener en su mesa una flor amarilla, de lo contrario no se sentaba a escribir. Y siempre lo hacía descalzo. Si no se sentía inspirado, no escribía absolutamente nada.

Borges se metía en la bañera por la mañana y meditaba sobre si lo que había soñado valdría para un poema o relato.

James Joyce solía levantarse entrada la mañana y escribía por la tarde, ya que según él era cuando «la mente está en su mejor momento». Las noches las pasaba en cafés o restaurantes y con frecuencia amanecía cantando viejas canciones irlandesas en el bar (se enorgullecía de su voz de tenor).

Truman Capote escribía cuatro horas al día. Revisaba su obra por las noches o a la mañana siguiente y hacía dos versiones manuscritas a lápiz antes de mecanografiar una copia definitiva. Era muy supersticioso. Escribir en la cama era la menor de sus supersticiones. En el mismo cenicero no podía haber tres colillas al mismo tiempo y, si estaba en casa de alguien, metía los restos de cigarrillo en sus bolsillos para no llenar el cenicero. Los viernes no podía empezar ni terminar nada y sumaba números en su cabeza de forma compulsiva.

Sobre Honore de Balzac corren diferentes rumores. El primero de ellos, y menos probable, es el referido a la bebida. Se dice que bebía más de 50 tazas de café al día. El segundo, y mucho más creíble era su fijación por el aislamiento, necesitaba estar en una habitación sin relojes ni ventanas para no saber si era de día o de noche.

La indumentaria a la hora de escribir era muy importante para Dumas. Siempre debía ir vestido de la misma manera, con una sotana roja y sandalias. Además, diferenciaba sus obras según el color de las páginas. Para la ficción, azules, para la poesía, el amarillo y para los artículos, el rosa.

Los criados custodiaban la ropa de Víctor Hugo con órdenes de no devolvérsela hasta que éste lo pidiera. Y si el escritor, al igual que Dumas, era un maniático de la vestimenta, entonces escribía totalmente desnudo a excepción de un chal gris.

Las manías de Virginia Wolf tampoco se quedaban atrás respecto a sus compañeros de profesión. Antes de nada, se marcaba 2,5 horas al día como meta para escribir sus manuscritos. Y esto lo hacía de pie, escribiendo cual pintor en un lienzo.

Mi querida Agatha Christie reflexionaba sobre sus tramas en la bañera a la vez que comía manzanas y el bueno de Dickens no podía escribir a no ser que su lugar de trabajo estuviera en total silencio. A esto le seguía una minuciosa organización del espacio: siempre debían acompañarle un jarrón de flores frescas, dos estatuas de bronce, una bandeja con un conejo sobre ella junto a un abrecartas, su pluma (obvio) y un tarro de tinta del que abastecerse.

Suma y sigue…

Isaac Asimov trabajaba 8 horas al día, 7 días a la semana. No descansaba ningún festivo o fin de semana, y su horario era intocable. Cuando estaba dedicado a escribir, su media era de 35 páginas al día. No le gustaba revisar más de una vez sus escritos, porque lo consideraba una pérdida de tiempo; Hemingway también tenía otro fetiche: escribía con una pata de conejo raída en el bolsillo; Carmen Martín Gaite, cuya última enfermedad no le dejó concluir su novela Los parentescos, murió abrazada a sus cuadernos; John Steinbeck trabajaba con lápiz, pero tenían que ser lápices redondos para que las aristas no se le clavaran en los dedos y Thomas Mann era tan obsesivo con los personajes que creaba para sus novelas que incluso se imaginaba cómo podría ser su firma. Luego también le leía lo escrito a toda su familia y les pedía consejos.

Ya ven ustedes que el mundo de la literatura está lleno de gente con un sinfín de manías o rarezas.

Porque todos somos raros a nuestra manera. Y tus manías, al menos conmigo, siempre serán bien atendidas y mejor tratadas. Llámame raro.

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